jueves, 25 de mayo de 2023

Los Dukay (Lajos Zilahy)


Hoy casi olvidado, Lajos Zilahy fue uno de los más grandes escritores húngaros de la primera mitad del siglo XX. Sus reveladoras novelas Algo flota sobre el agua (1928), El desertor (1930) y También el alma se extingue (1932) tuvieron éxito en toda Europa y se tradujeron a varios idiomas. 
Exiliado en Estados Unidos a partir de 1947, en 1949 publica Los Dukay, apasionante saga donde el ocaso de una familia aristocrática húngara sirve de excusa para narrar más de un siglo de historia europea.
La novela se divide en tres partes bien delimitadas: El castillo de Ararat, Kristina y el rey, y El crepúsculo de cobre
El castillo de Ararat presenta a los Dukay, familia húngara de rango abolengo formada por el duque István (Dupi), su esposa Klementina Schäyenheim-Elkburg (Menti) y sus hijos Imre (Rere), Kristina, György, János y Terezia (Zia). Se describe el castillo y su servidumbre y se dan algunos datos de los señores: Dupi es alegre, mujeriego y algo cínico; Menti es fría, correcta y está orgullosa de su ascendencia, superior a la de su marido; Imre es retrasado mental, adora a su familia y colecciona llaves; Kristina es hermosa y promete ser problemática. Los tres hijos menores sólo se mencionan. 
Escrita mayormente en formato de diario personal, Kristina y el rey ahonda en la crisis política y social de la Europa Oriental que desembocaría en la Primera Guerra Mundial. Las desventuras de los Dukay durante y después de la guerra se narran concisamente centrándose en Kristina y su largo anhelo de grandeza y notoriedad a través de un matrimonio imposible con Carlos I de Austria. Figura compleja y fascinante, Kristina Dukay se mueve entre políticos intrigantes, nobles exiliados y burgueses resentidos. Imaginativa y obtusa, supersticiosa y culta, romántica y realista, mundana y hogareña, Kristina es uno de los personajes más interesantes de la novela. 
El crepúsculo de cobre tiene por protagonista a Zia. Su deficiente educación, su temprana afición a la fotografía, el error de su primer matrimonio y su breve autoexilio en Mandria sirven de encuadre al difícil periodo de entreguerras y el ascenso de Hitler. György parte a América y János a Alemania, donde se une al partido nazi. Zia se educa y su segundo matrimonio coincide con el despertar de su conciencia social, opuesta a la de su clase.

Más que interesante novela centrada en la aristocracia decadente, reflejo fiel de una Europa cuyas formas y fronteras ya acusaban el desgaste moral y social. Salpicada de personajes y anécdotas, Los Dukay es una crónica a ratos agridulce de una época marcada por cambios sociales y culturales que definirían el camino de la Historia. La pérdida del poder político de la nobleza, la extinción de las casas reales, el apogeo de los ideales socialistas... Todo esta presente en la novela, cuyos personajes ejemplifican las distintas posturas políticas de los países europeos ante la incontenible ola de cambios iniciados a principios del siglo XX.
Pero la novela es también el relato de la vida de una familia y sus conflictos personales. Dupi, Menti, Kristina y Zia, los personajes más activos, son caracteres entrañables cuyas vivencias se plasman con un dejo de melancolía por su condición de criaturas de una clase en extinción. El autor no se amilana a la hora de burlarse de las extravagancias de este grupo social, aunque con un tono que denota la admiración que la nobleza siempre ha despertado en los demás.
Zilahy amplió la historia de la familia Dukay con otras dos novelas que aún no he leído: En 1953 publicó la secuela El ángel enfurecido, y en 1960 la precuela El siglo feliz. 

Lo mejor: La perfecta sincronía entre la historia de los imaginarios Dukay y la Historia real. 
Lo peor: El poco desarrollo como personajes de György y János; el idiota Rere tiene más historia que ellos. 
Conclusión: Interesante, amena y divertida. La recomiendo a cualquier interesado en la novela histórica moderna.

jueves, 18 de mayo de 2023

El gran Meaulnes (Alain Fournier - Fragmento)


Al día siguiente, domingo, por la tarde, me dirigí a los Arenales con una premura casi gozosa. Iba a llamar a la puerta, cuando un cartel prendido con alfileres me detuvo: «Se ruega no llamar». Sin poder comprender de qué podía tratarse, llamé con bastante fuerza. Oí en el interior unos pasos quedos que se acercaban, y alguien a quien no conocía me abrió la puerta. Era el médico de Vierzon.
—Bueno, ¿qué pasa? —pregunté con vivacidad.
—¡Chist!… ¡Chist!… —me contestó en voz muy baja, y con aire de disgusto—.
Anoche la niña estuvo a punto de morir… Y la madre está muy mal.
Completamente desconcertado, lo seguí en puntas de pie hasta la planta alta. Dormida en su cuna, la niña tenía la palidez blanquecina de una criatura muerta. El médico confiaba en salvarla, pero no podía decir lo mismo respecto de la madre. Como yo era el único amigo de la familia, me ofreció largas explicaciones, hablándome de congestión pulmonar, de embolia. Dudaba, no estaba seguro.
En ese momento entró, tembloroso y huraño, el señor de Galais, que en esos dos días había envejecido de manera increíble. Sin saber bien lo que hacía, me condujo al dormitorio, murmurando:
—No hay que asustarla… Es preciso hacerle creer que todo marcha mejor. Así lo indicó el médico…
Ivonne estaba acostada con el rostro congestionado, la cabeza echada atrás, como el día anterior. Con la frente y las mejillas teñidas de rojo oscuro, las pupilas a veces extraviadas como si se ahogara, luchaba contra la muerte con un valor y una dulzura indescriptibles. No podía hablar, pero me tendió su mano calenturienta con ademán tan amistoso, que estuve por romper en sollozos.
—Bueno, bueno —exclamó el señor de Galais, en tono muy fuerte y con una jovialidad espantosa, que tenía matices de locura—. ¡Para ser la de una enferma, ya ve usted que no tiene mala cara!
Yo, sin saber qué contestar, retenía entre mis manos la de la muchacha, que quemaba. Ella intentó decirme algo, preguntarme no sé qué; clavó en mí sus ojos y luego miró la ventana, como indicándome que saliera en busca de «alguien»… Pero entonces, la acometió una crisis atroz de asfixia. Sus hermosas pupilas azules, que por un instante me dirigieron una invocación tan patética, se extraviaron, se le ennegrecieron las mejillas y la frente, y todo su cuerpo se sacudió suavemente, esforzándose por contener hasta el fin su terror y desesperación. El médico y las mujeres se precipitaron en el cuarto con una bolsa de oxígeno, botellas y servilletas, en tanto el anciano señor de Galais, encorvado sobre su hija y como si ésta se hallara ya muy lejos, clamaba con voz áspera y temblorosa:
—¡No temas, Ivonne! ¡No será nada! ¿Por qué vas a tener miedo?
Por fin se calmó la crisis. Ivonne de Galais respiró un poco, aunque siguió ahogándose a intervalos, con los ojos en blanco, la cabeza echada atrás, sin cejar en su lucha, aunque sin poder mirarme y hablarme siquiera un instante, indefensa en el abismo en que se hallaba sumida. Yo, como mi presencia era inútil, resolví marcharme. Sin duda habría podido quedarme un rato más; y al pensarlo me conmueve un doloroso remordimiento. Pero ¿qué podía hacer? No había perdido la esperanza, ni creía que el desenlace estuviera tan cercano. Al llegar al lindero del bosque de abetos, detrás de la casa, y recordar la mirada de Ivonne fija en la ventana, escruté con la atención de un centinela o de un perseguidor de hombres las profundidades de aquella arboleda, por la que cuatro años atrás llegara a los Arenales Agustín Meaulnes, y por donde el invierno anterior se había alejado. ¡Ay! Nada se movía. Ni una sombra sospechosa, ni el temblor de una rama. Luego oí a lo lejos, hacia el camino de Preveranges, un tenue campanilleo, y al cabo de un rato, por el recodo del sendero, apareció un niño de solideo rojo y blusa de colegial, seguido por un cura. Al verlos me marché tragándome las lágrimas.
Las clases debían reiniciarse al día siguiente. A las siete de la mañana, ya había en el patio dos o tres niños. Vacilé largo rato antes de bajar y dejar que me vieran. Por fin aparecí, y cuando hacía girar la llave para abrir la puerta del aula enrarecida, cerrada desde dos meses atrás, ocurrió lo que tanto temía: el mayor de mis alumnos se alejó del grupo de muchachos que jugaban en la sala de recreo, para decirme que «la joven señora de los Arenales había muerto la noche anterior».
Todo en mí se mezcla y confunde con este dolor. Tengo ahora la sensación de que jamás tendré ánimo para reanudar las clases. El solo cruzar el patio desierto de la escuela me produce tal fatiga, que siento como si se me fueran a quebrar las rodillas. Todo es pesadumbre, todo es amargura, porque ella ha muerto. El mundo ha quedado vacío; las vacaciones han concluido. Se han terminado ya los largos paseos en coche, a la ventura. Todo vuelve a ser penoso, como antes. Los niños, a quienes ya avisé que esta mañana no habrá clases, se marchan en pequeños grupos, a campo traviesa, para llevar la noticia a los demás. Yo recojo mi sombrero negro, me pongo mi chaqueta ribeteada y me dirijo tristemente hacia los Arenales.
Y aquí estoy ahora, ante la casa que tanto buscamos durante tres años… En esa casa ha muerto anoche Ivonne de Galais, la mujer de Agustín Meaulnes. Un recién llegado la confundiría con una capilla, tanto es el silencio que desde ayer aísla a este desolado lugar. Eso era lo que nos reservaba aquella hermosa mañana de principios de curso, aquel pérfido sol otoñal que se filtraba por entre las enramadas. ¿Cómo defenderse de la horrorizada protesta, del agobiador embate de las lágrimas? Habíamos encontrado de nuevo a la hermosa muchacha… la habíamos conquistado. Era la mujer de mi amigo, y yo la amaba con ese afecto profundo y oculto, del que jamás se habla. Me bastaba mirarla para alegrarme como un niño. Y si un día me hubiera casado con otra muchacha, habría sido ella la primera a quien confiara el secreto de la gran noticia.


En el quicio de la puerta, junto a la campanilla, ha quedado el cartel colocado ayer. Ya han traído el ataúd, que está abajo, en el zaguán. En la habitación de la planta alta me recibe la nodriza de la niña, que me cuenta el desenlace y entreabre la puerta con suavidad… Ahí está ella, sin más fiebres ni más luchas, más rubores ni más esperas. Nada más que el silencio, y ese marmóreo semblante, insensible y blanco, envuelto en algodón, y esa frente muerta, de la cual brotan los copiosos y tiesos cabellos. De espaldas a nosotros, acurrucado en un rincón, con las medias puestas y sin zapatos, el señor de Galais busca algo con dramática obstinación en los revueltos cajones que ha retirado de un armario. De vez en cuando, conmovido por una crisis de llanto que le sacude los hombros como un acceso de risa, saca un antiguo retrato de su hija, ya amarillento.
El entierro tendrá lugar a mediodía, pues el médico teme la rápida descomposición que suele ser consecuencia de las embolias. Por eso le han envuelto la cara y el cuerpo entero con algodón empapado en fenol. La han amortajado con su encantador vestido de raso azul oscuro, moteado de tanto en tanto por diminutas estrellas plateadas, al cual ha sido necesario aplastar y arrugar las hermosas y anticuadas mangas de charol. Cuando iban a subir el ataúd, se han dado cuenta de que será imposible hacerlo pasar por la curva del corredor, demasiado angosto. Habría que izarlo desde afuera con una soga y entrarlo por la ventana, para luego bajarlo de igual manera. Pero el señor de Galais, encorvado sobre aquellos viejos objetos entre los cuales busca vaya a saber qué recuerdos perdidos, interviene entonces con terrible vehemencia, diciendo con voz entrecortada por el llanto y la cólera:
—Antes que permitir algo tan horrible, la tomaré yo mismo en mis brazos y la bajaré.
¡Estaba dispuesto a hacerlo, aunque arriesgara desfallecer a mitad de camino y desplomarse con ella! En ese instante, yo me adelanto y tomo la única decisión posible. Con ayuda del médico y de la mujer, paso un brazo por la espalda y otro por debajo de las piernas de la muerta tendida en la cama, y la levanto en vilo, apoyándola en mi pecho. Reclinada en mi brazo izquierdo, bajo mi barbilla, su cabeza caída y ladeada me oprime terriblemente el corazón. Lentamente, escalón por escalón, desciendo la larga y empinada escalera; mientras tanto, en el zaguán lo preparan todo. Enseguida los brazos se me parten de cansancio. La carga me abruma el pecho, y a cada escalón pierdo un poco más de aliento. Aferrado a ese cuerpo inerte y pesado, inclino mi cabeza sobre la suya, respiro con fuerza y, al aspirar, me entran en la boca sus cabellos rubios, cabellos muertos con sabor a tierra. Ese gusto a tierra y a muerte, ese peso que me agobia el corazón, es todo cuanto me queda de la gran aventura y de ti, Ivonne de Galais, muchacha tan buscada, muchacha tan amada...