jueves, 10 de agosto de 2023

Dos años de blog: Cerrando etapas



En un par de días este blog cumplirá dos años activo. Será su segundo y último aniversario. 
Comencé este proyecto con mucha emoción e interés, pero ambos se han ido diluyendo en el camino. ¿Razones? Varias muy diferentes: Dificultad para redactar, falta de tiempo, cambio de intereses, nuevos proyectos...
Han sido dos años de aprendizaje y desafío. Me he ilustrado lo suficiente en el trayecto y estoy más que lista para nuevos retos.
Agradezco a quienes leyeron este blog y a mis dos suscriptores; gracias por su apoyo, chicos. 
Aunque oficialmente doy el blog por cerrado, seguirá aquí para lectura de quien pueda interesarse en él. Tampoco descarto la posibilidad de a futuro publicar alguna nueva entrada, aunque eso no significará una reactivación del sitio. 

Hasta siempre, gente.

Isabel Carrasco.

jueves, 3 de agosto de 2023

La hija de Lilit (Anatole France - Cuento completo)


Había salido de París la víspera por la noche y había pasado en un rincón de un vagón una larga y muda noche de nieve. Esperé seis horas mortales en X y hasta la tarde no encontré una tartana de campesino que me condujera a Artigues. La planicie, cuyos pliegues se levantan y se allanan alternativamente a ambos lados de la carretera y que yo había contemplado antes risueña al sol, estaba ahora cubierta por una espesa capa de nieve sobre la que se retorcían los negros pies de viña. Mi guía azuzaba débilmente su viejo caballo y caminábamos envueltos en un silencio infinito desgarrado a intervalos por el grito doliente de algún pájaro. 
Triste hasta el extremo, musité en mi corazón esta oración: "Dios mío, Dios de misericordia, líbrame de la desesperación y no me dejes cometer, después de tantas otras faltas, el único pecado que Tú no perdonarías". Entonces vi el sol, rojo y sin rayos, descender por el horizonte como una hostia ensangrentada y, recordando el divino sacrificio del Calvario, sentí que la esperanza entraba en mi alma. Las ruedas continuaron aún por un buen rato haciendo crujir la nieve. Finalmente, el carretero me indicó con la punta de su látigo el campanario de Artigues que emergía como una sombra entre la bruma rojiza.
—¡Ah!, pues —me dijo el hombre— ¿Va a alojarse en el presbiterio? ¿Conoce usted al señor párroco?
—Lo conozco desde la infancia. Era mi maestro cuando yo era estudiante.
—¿Sabe mucho de libros?
—Amigo mío, el señor párroco Safrac es tan sabio como virtuoso.
—Eso dicen. También dicen otra cosa.
—¿Qué dicen, amigo?
—Dicen lo que quieren y yo dejo que digan.
—Pero, ¿qué dicen?
—Hay algunos que piensan que el párroco es adivino y echa maleficios.
—¡Qué locura!
—Yo, señor, no digo nada. Pero si el señor Safrac no es un adivino que echa maleficios, ¿por qué lee libros, pues?
La tartana se detuvo delante del presbiterio. Dejé a aquel imbécil y seguí a la criada del párroco que me llevó hasta su patrón, a una sala en la que la mesa estaba preparada. Encontré al señor Safrac bastante cambiado después de los tres años que no lo había visto. Su alto cuerpo estaba encorvado. Su delgadez parecía excesiva. Dos ojos penetrantes lucían en su rostro demacrado. La nariz, que  parecía haberle crecido, descendía hasta la boca adelgazada. Caí en sus brazos y exclamé sollozando:
—¡Padre, padre! Vengo a verlo porque he pecado. Padre, mi antiguo maestro, usted cuya ciencia profunda y misteriosa asustaba a mi espíritu, pero que tranquilizaba mi alma mostrándome su corazón maternal, rescate a su hijo del borde del precipicio. ¡Mi único amigo, sálveme! ¡Ilumíneme, mi única luz!
Me abrazó, me sonrió con aquella exquisita bondad de la que me había dado tantas pruebas en mi primera juventud y, retrocediendo un paso como para verme mejor:
—¡Ah, adiós! —me dijo, saludándome al estilo de su región, pues el señor Safrac había nacido a orillas del Garona, en medio de esos vinos ilustres que parecen el emblema de su alma generosa y perfumada.
Después de haber enseñado la filosofía con brillantez en Bordeaux, en Poitiers y en París, había solicitado, como único favor, que le concedieran una humilde parroquia en la región en la que había nacido y en la que quería morir. Párroco de Artigues desde hace seis años, practica en este pueblo perdido la piedad más humilde y la ciencia más sublime.
—¡Ah, adiós!, hijo mío —repetía—. Para anunciarme su llegada me ha escrito una carta que me ha conmovido. ¿Es verdad que no ha olvidado a su viejo maestro?
Quise arrojarme a sus pies diciendo de nuevo: "¡Sálveme! ¡sálveme!". Pero él me detuvo con un gesto a la vez imperioso y suave.
—Ary —me dijo—, ya me dirá mañana lo que tenga que decirme. Ahora, caliéntese. Luego cenaremos pues imagino que debe tener mucho frío y hambre.
La criada trajo a la mesa una sopera de la que se desprendía una columna de vapor oloroso. Era una anciana cuyos cabellos estaban ocultos bajo un pañuelo negro y que, sobre su rostro arrugado, mezclaba extrañamente la belleza del tipo y la fealdad de la decrepitud. Yo me encontraba profundamente trastornado; no obstante, la paz de aquella santa casa, la alegría del fuego de sarmientos, del mantel blanco, del vino servido y de los platos humeantes penetraron poco a poco en mi alma. Mientras comía, olvidé casi que había acudido al hogar de aquel sacerdote a transformar la aridez de mis remordimientos en el rocío fecundo del arrepentimiento. El señor Safrac me recordó las horas ya lejanas que nos habían reunido bajo el techo del colegio en el que enseñaba filosofía.
—Ary, —me dijo— usted era mi mejor alumno. Su pronta inteligencia iba siempre más allá del pensamiento del maestro. Por eso me encariñé de inmediato con usted. Me gusta la valentía en un cristiano. La fe no debe ser tímida cuando la impiedad manifiesta una indomable audacia. La Iglesia ya no tiene nada más que corderos y necesita leones. ¿Quién le devolverá a los padres y doctores cuya mirada abarcaba todas las ciencias? La verdad es como el sol y necesita ojos de águila para contemplarla.
—¡Ah, señor Safrac! Usted posaba sobre todos los temas esa mirada audaz que nada deslumbra. Recuerdo que sus opiniones asustaban a veces incluso a sus compañeros a los que la santidad de su vida llenaba de admiración. Usted no temía las novedades. Así, por ejemplo, usted se inclinaba a admitir la pluralidad de mundos habitados.
Su mirada se encendió.
—¿Qué dirán los tímidos cuando lean mi libro? Ary, bajo este hermoso cielo, en esta región que Dios creó con un amor especial, he meditado, he trabajado. Usted sabe que conozco bastante bien el hebrero, el árabe, el persa y varias lenguas de la India. Sabe también que transporté aquí una biblioteca rica en manuscritos antiguos. He penetrado a fondo en el conocimiento de las lenguas y de las tradiciones del Oriente primitivo. Ese gran esfuerzo, con la ayuda de Dios, no quedará sin fruto. Acabo de terminar mi libro sobre los Orígenes que repasa y sostiene esa exégesis sagrada de la que la ciencia impía creía ver la ruina inminente. Ary, Dios ha querido, en su misericordiosa, que la ciencia y la fe se hayan reconciliado por fin. Para operar tal acercamiento, he partido de esta idea: La Biblia, inspirada por el Espíritu Santo, no dice nada más que la verdad, pero no dice todo lo que es verdad. Y ¿cómo lo iba a decir si lo que ella se propone como objetivo único es informarnos acerca de lo que es necesario para nuestra salvación eterna? Fuera de este propósito, no existe nada para ella. Su plan es tan sencillo como inmenso. Abarca la caída y la redención. Es la historia divina del hombre. Completa y limitada. Nada ha sido admitido en ella para satisfacer profanas curiosidades. Pero la ciencia impía no debe triunfar por más tiempo sobre el silencio de Dios. Ya es hora de decir: "No, la Biblia no ha mentido porque no lo haya revelado todo". Ésta es la verdad que yo proclamo. Con la ayuda de la geología, de la arqueología prehistórica, de las cosmogonías orientales, de los monumentos hititas y sumerios, de las tradiciones caldeas y babilónicas, de las antiguas leyendas conservadas en el Talmud, he afirmado la existencia de los preadanistas de los que el autor inspirado del Génesis no habla por la única razón de que su existencia no tenía relación alguna con la salvación eterna de los hijos de Adán. Es más, el examen minucioso de los primeros capítulos del Génesis me ha demostrado la existencia de dos creaciones sucesivas, separadas por un largo período, y en las que la segunda no es, por así decirlo, nada más que la adaptación de un cantón de la tierra a las necesidades de Adán y de su descendencia.


Se detuvo un segundo y prosiguió en voz baja con una gravedad realmente religiosa:
—Yo, Martial Safrac, sacerdote indigno, doctor en teología, sometido como hijo obediente a la autoridad de nuestra santa madre la Iglesia, afirmo con certeza absoluta —bajo la reserva expresa de la autoridad de nuestro santo padre el Papa y de los concilios— que Adán, creado a imagen de Dios, tuvo dos mujeres, siendo Eva la segunda.
Aquellas singulares palabras me sacaron poco a poco de mí mismo y les presté una extraña atención. Por lo que sentí algo de decepción cuando el señor Safrac, dejando caer los codos sobre la mesa, me dijo:
—Basta de este tema. Tal vez lea usted algún día mi libro que le instruirá al respecto. Para obedecer a un estricto deber, he tenido que someter esta obra a Monseñor y solicitar la aprobación de Su Eminencia. El manuscrito se encuentra en estos momentos en el arzobispado y espero de un momento a otro una respuesta que todo me hacer creer favorable. Mi querido hijo, pruebe estas setas de nuestros bosques y este vino de nuestras cosechas y dígame si esta región no es la segunda tierra prometida de la que la primera no era sino imagen y profecía.
A partir de ese momento, la conversación se hizo más familiar y giró en torno a nuestros recuerdos comunes.
—Sí, hijo mío, —me dijo el señor Safrac— usted era mi alumno predilecto. Dios permite las preferencias cuando están basadas en un juicio recto. Y sucedió que yo me percaté de inmediato de que en usted había madera de hombre y de cristiano. Y no es que no hubiera en usted grandes imperfecciones. Usted era desigual, inseguro, pronto a alterarse. Ardores aún secretos se incubaban en su alma. Yo le quería por su gran inquietud, lo mismo que quería a otro de mis alumnos por cualidades opuestas. Quería a Paul d’Ervy por la inquebrantable firmeza de su espíritu y de su corazón.
Al escuchar aquel nombre enrojecí, palidecí, me costó reprimir un grito y, cuando quise responder, me fue imposible hablar. El señor Safrac no pareció percatarse de mi turbación.
—Si no recuerdo mal, era su mejor compañero, —añadió—. Siguió íntimamente ligado a él, ¿verdad? Sé que entró en la carrera diplomática en la que se le augura un hermoso porvenir. Deseo que, en tiempos mejores, sea nombrado ante la Santa Sede. Tiene usted en él un amigo fiel y leal.
—Padre —respondí con esfuerzo—, mañana le hablaré de Paul d’Ervy y de otra persona.
El señor Safrac me dio un apretón de manos. Nos separamos y yo me retiré a la habitación que había mandado preparar para mí. En la cama perfumada de espliego, soñé que era aún niño y que, arrodillado en la capilla del colegio, admiraba las figuras femeninas, blancas y luminosas, que poblaban la tribuna cuando, de repente, una voz salida de una nube habló por encima de mi cabeza y dijo: "Ary, crees amarlas en Dios, pero es a Dios a quien amas en ellas".
Cuando me desperté a la mañana siguiente, encontré al señor Safrac de pie, junto a la cabecera de mi cama.
—Ary —me dijo—, venga a oír la misa que celebraré por usted. Al concluir el santo sacrificio estaré dispuesto a escuchar lo que tiene que decirme.
La iglesia de Artigues es un pequeño santuario de aquel estilo románico que florecía aún en Aquitania en el siglo XII. Al ser restaurarla hace veinte años, se le incorporó un campanario que no estaba previsto en el plano primitivo. Pero, dada su pobreza, al menos conservó su pura desnudez. 
Me uní, tanto como me lo permitía mi estado de ánimo, a las oraciones del celebrante; luego volví con él al presbiterio. Allí desayunamos un poco de pan con leche y después entramos en la habitación del señor Safrac.
Tras haber acercado una silla a la chimenea por encima de la cual hay un crucifijo colgado, me invitó a sentarme, se sentó él también y me hizo un gesto para que hablara. Fuera estaba nevando. Comencé:
—Padre, hace diez años que al salir de sus manos entré en el mundo. En él conservé la fe pero, desgraciadamente, no conservé la pureza. No necesito contarle toda mi existencia porque usted la conoce, usted mi guía espiritual, el único director de mi conciencia. Además, me urge llegar al acontecimiento que trastornó mi vida. El año pasado, mi familia había decidido casarme y yo había aceptado gustoso. La joven que me estaba destinada presentaba todas las ventajas que ordinariamente buscan los padres. Además, era bonita; me gustaba, de tal manera que en lugar de un matrimonio de conveniencia, iba a hacer un matrimonio por amor. Mi petición fue aceptada. Nos comprometimos. La felicidad y la paz de mi vida parecían aseguradas cuando recibí una carta de Paul d’Ervy que, de regreso de Constantinopla, me anunciaba su llegada a París y manifestaba gran deseo de verme. Corrí a su casa y le anuncié mi matrimonio. Él me felicitó cordialmente.
—Hermano —me dijo—, me alegro mucho de tu felicidad.
Le dije que contaba con que fuera mi testigo y aceptó de buen grado. La fecha de mi matrimonio estaba fijada para el 15 de mayo y él no debía reintegrarse a su puesto hasta primeros de junio.
—Todo va muy bien —le dije—. ¿Y tú…?
—¡Oh! yo —respondió con una sonrisa que expresaba a la vez alegría y tristeza—, yo… ¡qué cambio!… estoy loco… una mujer… Ary, soy  muy feliz o muy desgraciado. ¿Qué nombre puede dársele a la felicidad comprada a cambio de una mala acción? He traicionado, he dejado desolado a un excelente amigo… he raptado, allá en Constantinopla,  a la…
El señor Safrac me interrumpió:
—Hijo mío, suprima de su relato las faltas de otras personas y no nombre a nadie.
Prometí obedecer y proseguí:
—Apenas había terminado Paul de hablar cuando entró una mujer en la habitación. Era ella, sin duda: Vestida con una larga bata azul, parecía encontrarse en su casa. Le describiré en una sola palabra la terrible impresión que me produjo: No me pareció natural. Sé que este término es oscuro y no traduce bien mi pensamiento. Pero tal vez resulte más inteligible con la continuación de mi relato. En verdad, en la expresión de sus ojos dorados que, por momentos, lanzaban haces de chispas; en la curva de su boca enigmática, en el tejido de su carne a la vez oscura y luminosa; en el juego de las líneas de vivos contrastes y sin embargo armoniosas de su cuerpo; en la ligereza aérea de sus pasos; hasta en los brazos desnudos en los que parecía llevar atadas alas invisibles; en definitiva, en todo su ser ardiente y fluido, noté algo ajeno a la naturaleza humana, algo inferior y superior a la mujer tal y como Dios la ha hecho en su formidable bondad para que fuera nuestra compañera en esta tierra de exilio. Desde el momento en que la vi, un sentimiento surgió en mi alma y la llenó por completo: Sentí infinita repugnancia por todo lo que no fuera aquella mujer.
Al verla entrar, Paul había fruncido ligeramente el ceño; pero, cambiando de inmediato de expresión, trató de sonreír.
—Leila, le presento a mi mejor amigo.
Leila respondió:
—Conozco al señor Ary.
Estas palabras debían parecer extrañas puesto que no nos habíamos visto jamás; pero el tono con que las pronunció era más extraño aún. Si el cristal pensara, hablaría así.
—Mi amigo Ary —añadió Paul— se casa dentro de seis semanas.
Al oír esas palabras, Leila me miró y vi claramente que sus ojos dorados decían no.
Salí bastante perturbado y sin que mi amigo mostrara el menor deseo de retenerme. A lo largo de todo el día caminé al azar por las calles, con el corazón vacío y desolado; luego, encontrándome por casualidad por la tarde ante una floristería del bulevar, me acordé de mi prometida y entré para comprarle unas ramas de lilas blancas. Apenas tenía las flores entre los dedos, una mano menuda me las arrancó y vi a Leila que se iba riendo. Llevaba un vestido gris corto, una chaqueta también gris y un pequeño sombrero redondo. Aquel atuendo de parisina de viaje le sentaba —debo decirlo— todo lo mal posible a la belleza mágica de aquella criatura y en ella parecía una especie de disfraz. Fue al verla así, no obstante, cuando sentí que la amaba con un amor inextinguible. Quise alcanzarla pero se me escapó entre los transeúntes y los coches.
A partir de ese momento no viví más. Fui en reiteradas ocasiones a casa de Paul, sin ver a Leila. Él me recibía amistosamente, pero no me hablaba de ella. No teníamos nada que decirnos y me separaba de él con tristeza. Por fin, un día el criado me dijo: 
—El señor Paul ha salido —Y añadió—: ¿Desea usted hablar con la señora?
Contesté sí. ¡Oh, padre! esta palabra, esta pequeña palabra, ¿qué lágrimas de sangre podrán expiarla jamás? Entré. La encontré en el salón, recostada en un diván, con un vestido amarillo como el oro, bajo el que había escondido sus pies. La vi… No, ya no veía. Mi garganta se había quedado seca de repente y no podía hablar. Un perfume de mirra y de plantas aromáticas que procedía de ella me embriagó de languidez y de deseos, como si todos los perfumes del místico Oriente hubieran penetrado a la vez en mi nariz estremecida. No, aquélla no era una mujer natural, pues nada humano se transparentaba en ella; su rostro no expresaba ningún sentimiento bueno o malo, salvo el de una voluptuosidad a la vez sensual y celestial. Sin duda observó mi turbación pues me preguntó con una voz más pura que el canto de los arroyos en los bosques:
—¿Qué le ocurre?
Me arrojé  sus pies y exclamé entre lágrimas:
—La amo apasionadamente.
Entonces ella abrió los brazos; luego, paseando sobre mí la mirada de sus ojos voluptuosos y cándidos:
—¿Por qué no lo ha dicho usted antes, amigo mío?
¡Hora sin nombre! Abracé a Leila. Y me pareció que, conducidos juntos al mismo cielo, lo llenábamos por completo. Sentí que me hacía igual a Dios, y creí poseer en mi seno toda la belleza del mundo y todas las armonías de la naturaleza, las estrellas y las flores, y los bosques que cantan, y los ríos y los mares profundos. Había puesto el infinito en un beso…
Al oír estas palabras, el señor Safrac, que me escuchaba desde hacía ya unos instantes con visible impaciencia, se levantó y, de pie junto a la chimenea, tras haberse levantado la sotana hasta las rodillas para calentarse las piernas, me dijo con una severidad que se aproximaba al desprecio:
—Es usted un miserable blasfemo y, lejos de detestar sus crímenes, no los confiesa sino para su orgullo y deleite. No le escucho más.
Al oírlo, lloré amargamente y le pedí perdón. Reconociendo que mi humildad era sincera, me autorizó a proseguir mi confesión, pero con la condición de no complacerme en ella. Retomé mi relato como sigue, con intención de abreviarlo al máximo:
—Padre, dejé a Leila desgarrado por los remordimientos. Pero desde el día siguiente ella vino a mi casa y comenzó una vida que me destrozó de delicias y torturas. Estaba celoso de Paul al que había traicionado y sufría cruelmente. Creo que no hay mal más envilecedor que los celos, ni nada que llene el alma de imágenes más odiosas. Leila ni siquiera se dignaba mentir para aliviarme. Además, su conducta era inconcebible. No olvido con quien estoy hablando y me guardaré mucho de ofender los oídos del más venerable de los sacerdotes. Diré sólo que Leila parecía ajena al amor que me dejaba tomar. Pero había esparcido en mi ser todos los venenos de la voluptuosidad. No podía pasar sin ella y temblaba al pensar en perderla. Leila estaba absolutamente desprovista de lo que llamamos sentido moral. No hay que pensar por ello que se mostrara perversa o cruel. Al contrario, era dulce y llena de piedad. Tampoco carecía de inteligencia, pero su inteligencia no era de la misma naturaleza que la nuestra. Hablaba poco y se negaba a contestar a cualquier pregunta que se le hiciera acerca de su pasado. No sabía nada de lo que nosotros sabemos. Por el contrario, sabía muchas cosas que nosotros ignoramos. Habiendo sido educada en Oriente, conocía todo tipo de leyendas indias y persas que contaba con voz monótona pero con una gracia infinita. Al oírla contar la encantadora aurora del mundo, habríase dicho que era contemporánea de la juventud del universo. Un día se lo hice notar. Ella contestó sonriendo:
—Soy vieja, es verdad.


El señor Safrac, aún de pie delante de la chimenea, desde hacía un rato se inclinaba hacia mí con una actitud de intensa atención.
—Continue —me dijo.
—Varias veces, padre, le pregunté a Leila por su religión. Me contestó que no tenía, ni necesidad de tenerla; que su madre y sus hermanas eran hijas de Dios y que, pese a ello, no estaban ligadas a él por ningún culto. Llevaba al cuello un medallón lleno de arcilla roja, que decía haber recogido piadosamente por amor a su madre.
Apenas había pronunciado estas palabras, el señor Safrac, pálido y tembloroso, dio un salto, me oprimió un brazo y gritó:
—¡Decía la verdad! Ya sé, ya sé quién era esa criatura. Ary, su instinto no lo engañaba. No era una mujer. ¡Termine, termine, se lo ruego!
—Ya he terminado casi, padre. Desafortunadamente, por el amor de Leila había roto mi solemne compromiso matrimonial y había traicionado a mi mejor amigo. Había ofendido a Dios. Al conocer la infidelidad de Leila, Paul enloqueció de dolor. La amenazó con matarla, pero ella le contestó dulcemente:
—Inténtelo, amigo mío; me gustaría morir, pero no puedo.
Durante seis meses se entregó a mí; luego, una mañana me anunció que regresaba a Persia y que no me vería más. Lloré, gemí, exclamé: 
—¡No me has amado nunca!
 Ella contestó con dulzura:
—No, amigo mío. ¿Pero cuántas mujeres, que no lo han amado más, le han dado lo que usted ha recibido de mí? Debe estarme agradecido. Adiós.
—Permanecí dos días entre el furor y la estupidez. Luego, pensando en la salvación de mi alma, corrí hacia usted, padre. Aquí me tiene: Purifique, levante, fortalezca mi corazón. ¡Aún la amo!
Dejé de hablar. El señor Safrac seguía pensativo, con la frente apoyada en una mano. Luego rompió el silencio:
—Hijo mío, lo que me ha contado confirma mis grandes descubrimientos. Basta para confundir la soberbia de nuestros modernos escépticos. Escúcheme. Vivimos hoy en medio de prodigios, como los primeros hombres. ¡Escuche, escuche! Adán, como ya le he dicho, tuvo una primera mujer de la que la Biblia no habla, pero que el Talmud nos da a conocer. Se llamaba Lilit. No fue formada a partir de una de sus costillas, sino de la arcilla roja de la que él mismo estaba hecho, no era carne de su carne. Se separó voluntariamente de él. Él vivía aún en la ignorancia cuando ella lo dejó para irse a esas regiones en las que los persas se establecieron muchos años después y donde habitaban entonces los preadanistas, más inteligentes y más bellos que los hombres. Por lo tanto no participó en la falta de nuestro primer padre y no fue manchada por el pecado original. Por lo que escapó a la maldición pronunciada contra Eva y su descendencia. Está exenta del dolor y de la muerte; y dado que no tiene alma que salvar, es incapaz de mérito como de demérito. Haga lo que haga, no hace ni bien ni mal. Las hijas que tuvo de un himeneo misterioso, son inmortales como ella y, como ella, libres en sus actos y en sus pensamientos, puesto que no pueden ganar ni perder ante Dios. Hijo mío, lo reconozco por signos inequívocos, la criatura que le hizo caer, la tal Lelia, era una hija de Lilit. Rece, mañana escucharé su confesión.
Permaneció pensativo por un momento, luego, sacando un papel del bolsillo, prosiguió:
—Anoche, después de haberle deseado a usted buenas noches, recibí del cartero, que se había retrasado por la nieve, una carta dolorosa. El señor primer vicario me escribe que mi libro ha entristecido a Monseñor y ensombrecido por adelantado en su alma las alegrías del Carmelo. Mi escrito, añade, está lleno de proposiciones temerarias y de opiniones condenadas ya por los doctores. Su Eminencia no estaría dispuesto a aprobar esas lucubraciones malsanas. Eso es lo que me han escrito. Pero le contaré a Monseñor su aventura. Le demostraré que Lilit existe y que no estoy soñando.
Le rogué al señor Safrac que me escuchara un momento más:
—Padre, al marcharse Leila me dejó  una hoja de ciprés sobre la que hay grabados con la punta de un estilete unos caracteres que no puedo leer. Mire esta especie de amuleto…
El señor Safrac cogió la ligera viruta que le tendía, la examinó atentamente y luego dijo:
—Esto está escrito en la lengua persa de la época de máximo esplendor y se traduce sin esfuerzo: «Oración de Leila, hija de Lilit: Dios mío, prométeme la muerte con el fin de que saboree la vida. Dios mío, dame el remordimiento con el fin de que encuentre el placer. Dios mío, ¡hazme semejante a las hijas de Eva!»

FIN

jueves, 20 de julio de 2023

Quiero leer pero no sé cómo



Hoy en día comenzar a leer o retomar el hábito de la lectura no es sólo cuestión de interés y perseverancia. La enorme cantidad de distracciones fáciles y adictivas creadas por los "avances" tecnológicos, unidas a las embrutecedoras condiciones de la vida citadina, roban el tiempo y la energía imprescindibles para realizar actividades saludables como meditar, practicar deportes, desarrollar un pasatiempo y, por supuesto, leer. Podemos tener el deseo de leer, pero nos falta tiempo y espacio para hacerlo. ¿Cómo conseguir ese tiempo y usarlo de modo realmente efectivo?
A lo largo de los años he probado varios metodos diferentes. Aquí están los que me han servido. Intenté darles un orden, aunque son opciones, no leyes.

Reducir los tiempos muertos
¿Cuánto tiempo perdemos yendo de una publicación a otra en las mal llamadas redes sociales? ¿Cuánto más viendo programas de TV sólo por "pasar el rato"? No se trata de abandonar por completo estos servicios, sino de usarlos en su justa medida: Revisar las publicaciones de las páginas y personas que seguimos; ver los programas que realmente nos interesan. Haciendo esto descubriremos que nos sobra una considerable cantidad de tiempo que puede destinarse a la realizacion de actividades más productivas que sólo "pasar el rato". 

Reservar 20 minutos diarios para leer
Ya con tiempo disponible, hay que apartar un poco para la lectura. Comenzar con 20 minutos diarios es una buena opción. ¿Qué se puede leer en ese tiempo? Cuentos cortos y novelas por capítulos. Hay para todos los gustos y estilos.  
El tiempo de lectura se irá incrementando a medida que leer se haga costumbre. Cada lector determina su límite, pero no recomiendo leer más de dos horas seguidas.


Estar cómodo
Las imágenes de gente leyendo en medio del tráfico son bonitas pero falsas. El ruido, la mala iluminación y un asiento duro son elementos distractores para cualquiera que no haya nacido con un libro bajo el brazo. 
Leer no es como bailar o trotar; para concentrarse en un libro se necesita comodidad. Yo prefiero leer en un sofá o en la cama antes de dormir, o por las mañanas durante el desayuno. 

Aceptar recomendaciones
Todos los lectores hemos pasado por períodos en que no sabemos qué leer. Pedir y aceptar recomendaciones de acuerdo con nuestros gustos e intereses es una opción más que viable. No sólo descubriremos obras y autores nuevos, también tendremos alguien con quien comentar esa lectura, compartiendo opiniones y dudas. 

Leer varios libros a la vez
Como lectora ya veterana, muchas veces me he topado con este problema: Estoy leyendo un libro pero un día mi humor simplemente no está para esa clase de literatura. ¿Cómo mantengo mi ritmo lector? Leyendo tres libros de temática distinta a la vez, de modo que si un día no puedo con uno tengo otras dos opciones. 
Ahora mismo, por ejemplificar, estoy leyendo Los niños de la estación del Zoo, los cuentos de Andersen y la serie de Odisea espacial (Arthur C. Clarke).

Llevar cuenta anuales de lectura
Esto es algo que vengo haciendo desde hace varios años y me ha servido para ordenar mis lecturas y ponerme metas al respecto: ¿Qué leí de tal autor? ¿Me gustó? ¿Qué aprendí de este libro? ¿Qué género me gustaría explorar? ¿Qué dejé pendiente?

Leer despacio
Ser lector habitual no es una competencia. Leer de verdad significa entender, recordar y disfrutar lo leído. Para ello hay que leer en forma pausada, respetando la puntuación y volviendo a leer lo que no se comprende. Repetir las palabras o líneas complejas en voz alta ayuda a vocalizar mejor, lo que siempre es muy positivo.   


Leer posee muchas ventajas:
  • Fortalece la memoria, ayudando a prevenir la degeneración cognitiva.
  • Reduce el estrés.
  • Mejora el vocabulario y la ortografía.
  • Incentiva la creatividad y la imaginación.
  • Ayuda a reflexionar y sintetizar. 
  • Entrega todo tipo de conocimientos. 

Anexo
Algunas recomendaciones personales de cuentos cortos y medianos agrupados por temas para empezar a leer ya.

Policial
Jaque mate en dos jugadas (Isaac Aisemberg)
Un escándalo en Bohemia (Arthur Conan Doyle)
La liga de los pelirrojos (Arthur Conan Doyle)
Circo de cadáveres (Ray Bradbury)
El caso de la doncella perfecta (Agatha Christie)

Ciencia ficción
El dragón (Ray Bradbury)
La ultima noche del verano (Alfred Coppel)
Algo verde (Fredric Brown)
La última pregunta (Isaac Asimov)

Fantasía
El príncipe feliz (Oscar Wilde)
Los cisnes salvajes (Hans Christian Andersen)
La sirenita (Hans Christian Andersen)
El rey de los elfos (Philip K. Dick)
Había una vez un gnomo (Henry Kuttner y C. L. Moore)
La bella maldecida (Jacqueline Balcells)

Misterio
Los vecinos (Pauline C. Smith)
La señora del baúl (Ray Bradbury)

Drama
Emma Zunz (Jorge Luis Borges)
El padre de Simon (Guy de Maupassant)
Soledad de la sangre (Marta Brunet)
El cuarto de enfrente (Rómulo Gallegos)
El collar (Guy de Maupassant)
El testamento (Guy de Maupassant)
Final del juego (Julio Cortázar)

Terror
Hop-Frog (Edgar Allan Poe)
El fantasma de la señora Crowl (Sheridan Le Fanu)
Una noche terrible (Anton Chejov)
Los gatos de Ulthar (H. P. Lovecraft)
La araña (Hanns Heinz Ewers) 
Primer aniversario (Richard Matheson)
El almohadón de plumas (Horacio Quiroga)

Otros
El regalo de los magos (O. Henry)
Rosita (Guy de Maupassant)
La prodigiosa tarde de Baltazar (Gabriel García Márquez)
La última hoja (O. Henry)
Un viejo manuscrito (Franz Kafka)
El vengador (Anton Chejov)
La sal del otro mundo (Jacqueline Balcells)


jueves, 6 de julio de 2023

Cinco inicios de novelas de Agatha Christie



La reina del misterio nunca necesitó atraer al lector iniciando sus novelas de manera enigmática o sorprendente. El "truco" era innecesario, puesto que Agatha Christie escribía de forma amena, y sus relatos y personajes son lo bastante interesantes por sí mismos. No obstante, hay cinco novelas cuyo comienzo debo destacar por ser al menos sugestivos.


1) Un triste ciprés 
Elinor Katherine Carlisle: Está usted acusada de haber asesinado a Mary Gerrard el veintisiete de julio pasado. ¿Se confiesa usted culpable o inocente?

2) Cita con la muerte
-¿No comprendes que es necesario matarla?
La pregunta flotó en la quietud de la noche; pareció que, por un momento, permanecía suspendida en el aire para alejarse, al fin, hacia el Mar Muerto.


3) El testigo mudo
Miss Arundell murió el día primero de mayo. Aunque la enfermedad fue corta, su muerte no causó mucha sorpresa en Market Basing, pueblo donde había vivido desde que era una muchacha de de dieciséis años. Porque, por una parte, Emily Arundell, la única sobreviviente de cinco hermanos, había rebasado ya los setenta, y, de otra, no había disfrutado de mucha salud durante años. Además, unod dieciocho meses antes de fallecer estuvo a punto de morir de un ataque similar al que acabó con su existencia.

4) Cianuro espumoso
Seis personas estaban pensando en Rosemary Barton, muerta casi un año antes...


5) Asesinato en el campo de golf
Creo que existe una anécdota famosa según la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narración un giro bastante enérgico y original para alcanzar y retener la atención del más hastiado de los editores, escribió lo siguiente:
-¡Demonios!- exclamó la duquesa.
Por extraño que parezca, la presente narración mía comienza de un modo muy parecido, salvo que la dama que lanza la exclamación no es una duquesa.

jueves, 15 de junio de 2023

La más feliz (Hans Christian Andersen - Cuento completo)



-¡Qué rosas tan bellas! -dijo el rayo de sol-. Y todos sus capullos se abrirán, y serán tan hermosas como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les he dado el beso de la vida.
-Son hijas mías -exclamó el rocío-. Les he dado a beber mis lágrimas.
-Pues yo diría que su madre soy yo -exclamó el rosal-. Ustedes no son sino los padrinos, que les ofrecieron un regalo según sus posibilidades y su buena voluntad.
-¡Rosas, hermosas hijas mías! -dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor felicidad de que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más feliz; y otra debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál sería?
-Yo lo averiguaré -dijo el viento-. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones, penetro por las rendijas más estrechas, sé lo que pasa dentro y fuera de los edificios.
Todas las rosas abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también.
En esto se presentó en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste, y cogió una rosa a medio abrir, fresca y lozana porque le pareció la más hermosa. Se la llevó a su apacible y solitaria habitación, donde pocos días antes había estado brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía como una estatua de mármol, dormida en el negro ataúd. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón.
Pareció como si la rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo:
-¡Qué senda de amor me ha sido concedida! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el beso de una madre, escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerte. Indudablemente he sido la más feliz de todas mis hermanas.
Apareció luego en el jardín la vieja escardadera. Contempló a su vez la magnificencia del rosal y sus ojos se clavaron en la rosa mas grande, abierta del todo. «Otra gota de rocío y otro día ardoroso, y sus hojas caerán», pensó la mujer. La flor había dado ya el beneficio de su belleza, y debía dar ahora el de su utilidad. La cortó y guardó en un periódico; la pondría en casa junto a otras rosas marchitas, y, mezclándolas con esas otras pequeñas flores azules llamadas espliegos, las embalsamaría con sal. Hay que observar que sólo se embalsama a las rosas y a los reyes.
-¡Qué honor el mío! -dijo la rosa al sentirse cogida por la escardadera-. Van a embalsamarme. Yo seré la más feliz.
Se presentaron luego en el jardín dos jóvenes; uno de ellos era poeta, el otro pintor, y cada uno de ellos cogió una rosa bellísima.
El pintor trasladó al lienzo una imagen de la flor abierta, con tal fidelidad que le parecía mirarse en un espejo.
-De este modo -dijo el artista- mi rosa vivirá muchas generaciones, mientras millones y millones de su especie se marchitarán y morirán.
-Soy la más afortunada -dijo la rosa-; he obtenido la mayor felicidad.
El poeta contempló su rosa y compuso sobre ella un poema, en el que se expresaban todos los misterios que había leído en sus pétalos. Le puso por título Libro de estampas del Amor y pasó a la inmortalidad.
-¡Me han hecho inmortal! -exclamó la rosa-. ¡Soy la más dichosa!


Entre la magnificencia del rosal florido había una rosa que quedaba casi oculta bajo las restantes. Casualmente, y por suerte tal vez para ella, tenía un defecto: estaba torcida en su tallo, y las hojas de un lado no eran simétricas a las del opuesto. Del centro de la flor salía una hojita verde deformada. Son esas miserias de las que no se libran ni las rosas.
-¡Pobre niña! -dijo el viento acariciándole la mejilla. 
La rosa creyó que era un saludo, un homenaje; tuvo la impresión de ser distinta de las demás rosas, y le pareció una distinción la circunstancia de tener en el centro aquella hoja verde. Llegó volando una mariposa y besó sus pétalos. Era un pretendiente, y ella lo dejó marchar. Vino después un enorme saltamontes, que se posó sobre otra rosa. Se puso a frotarse la tibia, lo cual, en los saltamontes, es señal de amor. La flor en que se había posado no lo comprendió, pero la rosa deformada sí se dio cuenta de que el insecto miraba con ojos que decían: 
-¡Te comería de puro amor!
Y este es el mayor límite que el amor puede alcanzar: Que uno se funda con el ser amado. Pero la rosa no quiso entregarse al saltamontes. 
El ruiseñor cantó en medio de la noche estrellada.
-Estoy segura de que lo hace para mí -dijo la rosa del defecto, o de la distinción-. ¿Por qué me han distinguido así por encima de todas mis hermanas? ¿Por qué me dieron esta cualidad, que hace de mí la más feliz?
A continuación entraron en el jardín dos fumadores. Hablaban de rosas y de tabaco. Se decía que las rosas no soportaban el humo del tabaco, y que a su contacto la flor perdía su color y se volvía verde. Querían efectuar el experimento, pero les dolió echar a perder una de aquellas rosas tan bellas, y cortaron la defectuosa.
-¡Una nueva distinción! -exclamó ésta-. ¡Qué ventura la mía! Soy la más feliz de todas.
Y se puso verde, de orgullo y del humo del tabaco.
Una rosa, semicapullo todavía, acaso la más bella del rosal, obtuvo el puesto de honor en un artístico ramillete que reunió el jardinero y que, llevado al señorito de la casa, salió con él en coche. La rosa brillaba como una perla entre otras flores, rodeadas de verdor. La llevaron a la esplendoroso fiesta, a la que asistían elegantes caballeros y damas, a la luz de mil lámparas. Sonó la música; sucedía aquello en el océano de luz del teatro, y cuando la joven y celebrada bailarina apareció, vaporosa, en escena, saludada por el general entusiasmo, los ramos volaron a sus pies como lluvia de flores. Entre ellos cayó el ramillete, en cuyo centro brillaba como piedra preciosa la bella rosa de nuestro jardín. Sintió la flor su inmensa e indecible felicidad, la gloria y el esplendor que la rodeaban, y al tocar el suelo se lanzó también a bailar, a saltar por las tablas, pues al caer se había quebrado su tallo. No fue a parar a manos de la agasajada, sino que rodó detrás del bastidor, donde la recogió un tramoyista. Vio éste que era bellísima y fragante, pero que carecía de tallo.
Se la metió en el bolsillo, y al llegar a su casa por la noche, la puso en un vaso con agua. A la mañana siguiente la colocaron delante de la abuela, que, vieja e impedida, ocupaba un sillón. La mujer estuvo contemplando la magnífica flor tronchada y recreándose en su aspecto y su perfume.
-No fuiste a parar a la mesa de una dama rica y elegante, sino a la de esta pobre vieja; pero aquí eres como un rosal entero. ¡Qué hermosa eres!
La abuela miraba la flor con alegría infantil, pensando seguramente en los tiempos lejanos de su juventud.
-Entré por un agujero que tenía el cristal –dijo el viento-, y vi como brillaban de juventud los ojos de la anciana y la bella rosa quebrada. ¡La más feliz de todas! Lo sé. Puedo afirmarlo.
Cada una de las rosas del rosal de aquel jardín tenía su historia. Cada una creía ser la más feliz, y la fe produce la felicidad. La última de las flores estaba persuadida de ser la más dichosa de todas.
-He sobrevivido a las demás. Soy la última, la única, la hija predilecta de nuestra madre.
-Y yo soy su madre -dijo el rosal.
-¡Yo lo soy! -replicó el sol.
-¡Y yo! -afirmaron el viento y el tiempo.
-Todos tenemos nuestra parte -dijo el viento-. Y cada uno de nosotros participará de su belleza.
Y el viento esparció las hojas sobre el seto, donde yacían las gotas del rocío y brillaba el sol.
-También yo he tenido mi parte -añadió el viento-. Yo he visto la historia de todas las rosas, y la contaré por todo el vasto mundo. Luego me dirás cuál de ellas fue la más feliz, esto debes decirlo tú; yo he hablado ya bastante.


jueves, 25 de mayo de 2023

Los Dukay (Lajos Zilahy)


Hoy casi olvidado, Lajos Zilahy fue uno de los más grandes escritores húngaros de la primera mitad del siglo XX. Sus reveladoras novelas Algo flota sobre el agua (1928), El desertor (1930) y También el alma se extingue (1932) tuvieron éxito en toda Europa y se tradujeron a varios idiomas. 
Exiliado en Estados Unidos a partir de 1947, en 1949 publica Los Dukay, apasionante saga donde el ocaso de una familia aristocrática húngara sirve de excusa para narrar más de un siglo de historia europea.
La novela se divide en tres partes bien delimitadas: El castillo de Ararat, Kristina y el rey, y El crepúsculo de cobre
El castillo de Ararat presenta a los Dukay, familia húngara de rango abolengo formada por el duque István (Dupi), su esposa Klementina Schäyenheim-Elkburg (Menti) y sus hijos Imre (Rere), Kristina, György, János y Terezia (Zia). Se describe el castillo y su servidumbre y se dan algunos datos de los señores: Dupi es alegre, mujeriego y algo cínico; Menti es fría, correcta y está orgullosa de su ascendencia, superior a la de su marido; Imre es retrasado mental, adora a su familia y colecciona llaves; Kristina es hermosa y promete ser problemática. Los tres hijos menores sólo se mencionan. 
Escrita mayormente en formato de diario personal, Kristina y el rey ahonda en la crisis política y social de la Europa Oriental que desembocaría en la Primera Guerra Mundial. Las desventuras de los Dukay durante y después de la guerra se narran concisamente centrándose en Kristina y su largo anhelo de grandeza y notoriedad a través de un matrimonio imposible con Carlos I de Austria. Figura compleja y fascinante, Kristina Dukay se mueve entre políticos intrigantes, nobles exiliados y burgueses resentidos. Imaginativa y obtusa, supersticiosa y culta, romántica y realista, mundana y hogareña, Kristina es uno de los personajes más interesantes de la novela. 
El crepúsculo de cobre tiene por protagonista a Zia. Su deficiente educación, su temprana afición a la fotografía, el error de su primer matrimonio y su breve autoexilio en Mandria sirven de encuadre al difícil periodo de entreguerras y el ascenso de Hitler. György parte a América y János a Alemania, donde se une al partido nazi. Zia se educa y su segundo matrimonio coincide con el despertar de su conciencia social, opuesta a la de su clase.

Más que interesante novela centrada en la aristocracia decadente, reflejo fiel de una Europa cuyas formas y fronteras ya acusaban el desgaste moral y social. Salpicada de personajes y anécdotas, Los Dukay es una crónica a ratos agridulce de una época marcada por cambios sociales y culturales que definirían el camino de la Historia. La pérdida del poder político de la nobleza, la extinción de las casas reales, el apogeo de los ideales socialistas... Todo esta presente en la novela, cuyos personajes ejemplifican las distintas posturas políticas de los países europeos ante la incontenible ola de cambios iniciados a principios del siglo XX.
Pero la novela es también el relato de la vida de una familia y sus conflictos personales. Dupi, Menti, Kristina y Zia, los personajes más activos, son caracteres entrañables cuyas vivencias se plasman con un dejo de melancolía por su condición de criaturas de una clase en extinción. El autor no se amilana a la hora de burlarse de las extravagancias de este grupo social, aunque con un tono que denota la admiración que la nobleza siempre ha despertado en los demás.
Zilahy amplió la historia de la familia Dukay con otras dos novelas que aún no he leído: En 1953 publicó la secuela El ángel enfurecido, y en 1960 la precuela El siglo feliz. 

Lo mejor: La perfecta sincronía entre la historia de los imaginarios Dukay y la Historia real. 
Lo peor: El poco desarrollo como personajes de György y János; el idiota Rere tiene más historia que ellos. 
Conclusión: Interesante, amena y divertida. La recomiendo a cualquier interesado en la novela histórica moderna.

jueves, 18 de mayo de 2023

El gran Meaulnes (Alain Fournier - Fragmento)


Al día siguiente, domingo, por la tarde, me dirigí a los Arenales con una premura casi gozosa. Iba a llamar a la puerta, cuando un cartel prendido con alfileres me detuvo: «Se ruega no llamar». Sin poder comprender de qué podía tratarse, llamé con bastante fuerza. Oí en el interior unos pasos quedos que se acercaban, y alguien a quien no conocía me abrió la puerta. Era el médico de Vierzon.
—Bueno, ¿qué pasa? —pregunté con vivacidad.
—¡Chist!… ¡Chist!… —me contestó en voz muy baja, y con aire de disgusto—.
Anoche la niña estuvo a punto de morir… Y la madre está muy mal.
Completamente desconcertado, lo seguí en puntas de pie hasta la planta alta. Dormida en su cuna, la niña tenía la palidez blanquecina de una criatura muerta. El médico confiaba en salvarla, pero no podía decir lo mismo respecto de la madre. Como yo era el único amigo de la familia, me ofreció largas explicaciones, hablándome de congestión pulmonar, de embolia. Dudaba, no estaba seguro.
En ese momento entró, tembloroso y huraño, el señor de Galais, que en esos dos días había envejecido de manera increíble. Sin saber bien lo que hacía, me condujo al dormitorio, murmurando:
—No hay que asustarla… Es preciso hacerle creer que todo marcha mejor. Así lo indicó el médico…
Ivonne estaba acostada con el rostro congestionado, la cabeza echada atrás, como el día anterior. Con la frente y las mejillas teñidas de rojo oscuro, las pupilas a veces extraviadas como si se ahogara, luchaba contra la muerte con un valor y una dulzura indescriptibles. No podía hablar, pero me tendió su mano calenturienta con ademán tan amistoso, que estuve por romper en sollozos.
—Bueno, bueno —exclamó el señor de Galais, en tono muy fuerte y con una jovialidad espantosa, que tenía matices de locura—. ¡Para ser la de una enferma, ya ve usted que no tiene mala cara!
Yo, sin saber qué contestar, retenía entre mis manos la de la muchacha, que quemaba. Ella intentó decirme algo, preguntarme no sé qué; clavó en mí sus ojos y luego miró la ventana, como indicándome que saliera en busca de «alguien»… Pero entonces, la acometió una crisis atroz de asfixia. Sus hermosas pupilas azules, que por un instante me dirigieron una invocación tan patética, se extraviaron, se le ennegrecieron las mejillas y la frente, y todo su cuerpo se sacudió suavemente, esforzándose por contener hasta el fin su terror y desesperación. El médico y las mujeres se precipitaron en el cuarto con una bolsa de oxígeno, botellas y servilletas, en tanto el anciano señor de Galais, encorvado sobre su hija y como si ésta se hallara ya muy lejos, clamaba con voz áspera y temblorosa:
—¡No temas, Ivonne! ¡No será nada! ¿Por qué vas a tener miedo?
Por fin se calmó la crisis. Ivonne de Galais respiró un poco, aunque siguió ahogándose a intervalos, con los ojos en blanco, la cabeza echada atrás, sin cejar en su lucha, aunque sin poder mirarme y hablarme siquiera un instante, indefensa en el abismo en que se hallaba sumida. Yo, como mi presencia era inútil, resolví marcharme. Sin duda habría podido quedarme un rato más; y al pensarlo me conmueve un doloroso remordimiento. Pero ¿qué podía hacer? No había perdido la esperanza, ni creía que el desenlace estuviera tan cercano. Al llegar al lindero del bosque de abetos, detrás de la casa, y recordar la mirada de Ivonne fija en la ventana, escruté con la atención de un centinela o de un perseguidor de hombres las profundidades de aquella arboleda, por la que cuatro años atrás llegara a los Arenales Agustín Meaulnes, y por donde el invierno anterior se había alejado. ¡Ay! Nada se movía. Ni una sombra sospechosa, ni el temblor de una rama. Luego oí a lo lejos, hacia el camino de Preveranges, un tenue campanilleo, y al cabo de un rato, por el recodo del sendero, apareció un niño de solideo rojo y blusa de colegial, seguido por un cura. Al verlos me marché tragándome las lágrimas.
Las clases debían reiniciarse al día siguiente. A las siete de la mañana, ya había en el patio dos o tres niños. Vacilé largo rato antes de bajar y dejar que me vieran. Por fin aparecí, y cuando hacía girar la llave para abrir la puerta del aula enrarecida, cerrada desde dos meses atrás, ocurrió lo que tanto temía: el mayor de mis alumnos se alejó del grupo de muchachos que jugaban en la sala de recreo, para decirme que «la joven señora de los Arenales había muerto la noche anterior».
Todo en mí se mezcla y confunde con este dolor. Tengo ahora la sensación de que jamás tendré ánimo para reanudar las clases. El solo cruzar el patio desierto de la escuela me produce tal fatiga, que siento como si se me fueran a quebrar las rodillas. Todo es pesadumbre, todo es amargura, porque ella ha muerto. El mundo ha quedado vacío; las vacaciones han concluido. Se han terminado ya los largos paseos en coche, a la ventura. Todo vuelve a ser penoso, como antes. Los niños, a quienes ya avisé que esta mañana no habrá clases, se marchan en pequeños grupos, a campo traviesa, para llevar la noticia a los demás. Yo recojo mi sombrero negro, me pongo mi chaqueta ribeteada y me dirijo tristemente hacia los Arenales.
Y aquí estoy ahora, ante la casa que tanto buscamos durante tres años… En esa casa ha muerto anoche Ivonne de Galais, la mujer de Agustín Meaulnes. Un recién llegado la confundiría con una capilla, tanto es el silencio que desde ayer aísla a este desolado lugar. Eso era lo que nos reservaba aquella hermosa mañana de principios de curso, aquel pérfido sol otoñal que se filtraba por entre las enramadas. ¿Cómo defenderse de la horrorizada protesta, del agobiador embate de las lágrimas? Habíamos encontrado de nuevo a la hermosa muchacha… la habíamos conquistado. Era la mujer de mi amigo, y yo la amaba con ese afecto profundo y oculto, del que jamás se habla. Me bastaba mirarla para alegrarme como un niño. Y si un día me hubiera casado con otra muchacha, habría sido ella la primera a quien confiara el secreto de la gran noticia.


En el quicio de la puerta, junto a la campanilla, ha quedado el cartel colocado ayer. Ya han traído el ataúd, que está abajo, en el zaguán. En la habitación de la planta alta me recibe la nodriza de la niña, que me cuenta el desenlace y entreabre la puerta con suavidad… Ahí está ella, sin más fiebres ni más luchas, más rubores ni más esperas. Nada más que el silencio, y ese marmóreo semblante, insensible y blanco, envuelto en algodón, y esa frente muerta, de la cual brotan los copiosos y tiesos cabellos. De espaldas a nosotros, acurrucado en un rincón, con las medias puestas y sin zapatos, el señor de Galais busca algo con dramática obstinación en los revueltos cajones que ha retirado de un armario. De vez en cuando, conmovido por una crisis de llanto que le sacude los hombros como un acceso de risa, saca un antiguo retrato de su hija, ya amarillento.
El entierro tendrá lugar a mediodía, pues el médico teme la rápida descomposición que suele ser consecuencia de las embolias. Por eso le han envuelto la cara y el cuerpo entero con algodón empapado en fenol. La han amortajado con su encantador vestido de raso azul oscuro, moteado de tanto en tanto por diminutas estrellas plateadas, al cual ha sido necesario aplastar y arrugar las hermosas y anticuadas mangas de charol. Cuando iban a subir el ataúd, se han dado cuenta de que será imposible hacerlo pasar por la curva del corredor, demasiado angosto. Habría que izarlo desde afuera con una soga y entrarlo por la ventana, para luego bajarlo de igual manera. Pero el señor de Galais, encorvado sobre aquellos viejos objetos entre los cuales busca vaya a saber qué recuerdos perdidos, interviene entonces con terrible vehemencia, diciendo con voz entrecortada por el llanto y la cólera:
—Antes que permitir algo tan horrible, la tomaré yo mismo en mis brazos y la bajaré.
¡Estaba dispuesto a hacerlo, aunque arriesgara desfallecer a mitad de camino y desplomarse con ella! En ese instante, yo me adelanto y tomo la única decisión posible. Con ayuda del médico y de la mujer, paso un brazo por la espalda y otro por debajo de las piernas de la muerta tendida en la cama, y la levanto en vilo, apoyándola en mi pecho. Reclinada en mi brazo izquierdo, bajo mi barbilla, su cabeza caída y ladeada me oprime terriblemente el corazón. Lentamente, escalón por escalón, desciendo la larga y empinada escalera; mientras tanto, en el zaguán lo preparan todo. Enseguida los brazos se me parten de cansancio. La carga me abruma el pecho, y a cada escalón pierdo un poco más de aliento. Aferrado a ese cuerpo inerte y pesado, inclino mi cabeza sobre la suya, respiro con fuerza y, al aspirar, me entran en la boca sus cabellos rubios, cabellos muertos con sabor a tierra. Ese gusto a tierra y a muerte, ese peso que me agobia el corazón, es todo cuanto me queda de la gran aventura y de ti, Ivonne de Galais, muchacha tan buscada, muchacha tan amada...




jueves, 27 de abril de 2023

Nêne (Ernest Pérochon)


Escrita en 1914, 
Nêne ganó el premio Goncourt en 1920. La historia es un retrato doloroso y veraz del amor enfrentado al odio, los celos y las intrigas a través de las desventuras de una criada campesina. 

Resumen
A principios del siglo XX, Madeleine Clarendau, hija mayor de una jornalera viuda, se emplea como criada en la granja las Moulinettes, propiedad del joven viudo y padre de dos niños de corta edad Michel Corbier. Hasta entonces Madeleine había trabajado en labores rudas pero sencillas, mas en las Molinettes debe suplir a la difunta ama de casa.
Madeleine asimila rápidamente sus nuevas funciones, transformándose así en una criada de primer nivel. Aunque originalmente aprensiva respecto a los niños, acaba encariñándose con ellos y luego amándolos con tal fervor que invierte la mayor parte de su sueldo en golosinas y juguetes para ellos. Los niños corresponden a su afecto llamándola Nêne (madrina).
Madeleine es feliz pese a las usuales discordias de la comunidad, dividida entre protestantes, católicos y disidentes. Los Clarendau y los Corbier son disidentes. 
Boiseriat, el único mozo católico de la granja, intenta propasarse con Madeleine. Al no conseguir su deseo echa a correr el rumor de que Madeleine y Michel son amantes. Mientras, Cuirassier, hermano de Madeleine, está locamente enamorado de Violette Ouvrard, hermosa y perversa modista ahijada de Boiseriat. Michel y Violette se conocen y ella lo encandila e indispone contra Madeleine. 

Nêne es una novela realista de ambiente costumbrista que muestra la vida de los campesinos: Sus largas jornadas de trabajo, sus fiestas agrícolas y la monotonía de sus tardes invernales. 
La historia tiene por centro una variante del amor maternal. Madeleine es una joven sana, fuerte y laboriosa que jamás amó más que a su familia. Nunca había cuidado niños hasta emplearse en las Molinettes, así que las emociones y sentimientos derivados de su cercanía a Lalie y Georges la toman desprevenida. Madeleine desarrolla un enorme amor hacia los pequeños y este sentimiento la avasalla. 
En un ambiente viciado por pasiones primarias y celos religiosos, el amor de Madeleine hacia Lalie y Georges no escapa a la norma. No es un amor mesurado; es posesivo y celoso; Madeleine se desprende de su dinero, único sustento propio y de su madre, para satisfacer los caprichos de los niños, incapaces por su edad de entender el alcance del amor de la criada. A su vez, Madeleine no puede ni quiere ver esto último; su amor es también ciego porque está segura de que los niños siempre la amarán y recordarán.
Madeleine no es sólo la protagonista de Nêne sino también un personaje complejo. Su desinterés en los devaneos, usuales para los jóvenes, crea una brecha entre ella y los demás. Madeleine no comprende sus pasiones aunque las tolera. Tampoco tiene interés en el matrimonio. Llega a desear casarse con Michel, mas este deseo apenas asoma y se asienta en el amor de Madeleine por los niños y en la comodidad de las Molinettes antes que en el propio Michel. 
Del resto de personajes destaca la malvada Violette. Boiseriat es completamente despreciable, pero Violette posee encanto en su belleza, atrevimiento y lujuria por la vida. ¿Qué mueve realmente a Violette? No ama a ninguno de sus pretendientes y hasta los desprecia por lo fácil que resulta seducirlos, sin embargo no se desprende de ninguno de ellos, disfrutando de sus halagos y obsequios. Más que malvada Violette me parece una mujer que intenta vivir su propia vida en un mundo de hombres. Frustrada por no poder disponer de sí misma, por verse obligada a elegir entre la prostitución o el matrimonio, Violette se venga allanando su camino sin miramiento alguno. No ama a nadie, ni siquiera a sí misma.
El amor de Madeleine es el centro de la historia pero también su motor dramático. Enfrentado al odio salvaje e implacable del infame Boiseriat, el amor de Madeleine resulta débil y patético. Boiseriat esparce rumores maliciosos e inicia una serie de intrigas que conducirán a un final tan inesperado y amargo como realista. Porque en la realidad los buenos no siempre ganan y muchas veces los canallas se salen con la suya, especialmente cuando cuentan con la complicidad ignorante de débiles como Michel y Cuirassier. Ambos, en diverso grado, son tan culpables como Boiseriat y Violette del triste final de Madeleine. SPOILER: Michel despide a Madeleine y se casa con Violette, quien tuerce fácilmente el corazón de los niños a su favor. Cuando Madeleine les hace una visita Lalie se muestra esquiva y George la insulta. Esto destroza el corazón de Madeleine, que se suicida arrojándose al estanque de la granja. FIN DEL SPOILER
Historia triste y cruel narrada con destreza. El fondo religioso es de gran interés, especialmente el asunto de la convivencia de tres ramas del cristianismo. Los disidentes, hoy casi olvidados, siguen existiendo en un número muy reducido en ciertos rincones de Francia. 

Lo mejor: El terrible pero inevitable desenlace.
Lo peor: También el terrible pero inevitable desenlace.
Conclusión: Buena novela, interesante y recomendable.