jueves, 15 de junio de 2023

La más feliz (Hans Christian Andersen - Cuento completo)



-¡Qué rosas tan bellas! -dijo el rayo de sol-. Y todos sus capullos se abrirán, y serán tan hermosas como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les he dado el beso de la vida.
-Son hijas mías -exclamó el rocío-. Les he dado a beber mis lágrimas.
-Pues yo diría que su madre soy yo -exclamó el rosal-. Ustedes no son sino los padrinos, que les ofrecieron un regalo según sus posibilidades y su buena voluntad.
-¡Rosas, hermosas hijas mías! -dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor felicidad de que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más feliz; y otra debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál sería?
-Yo lo averiguaré -dijo el viento-. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones, penetro por las rendijas más estrechas, sé lo que pasa dentro y fuera de los edificios.
Todas las rosas abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también.
En esto se presentó en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste, y cogió una rosa a medio abrir, fresca y lozana porque le pareció la más hermosa. Se la llevó a su apacible y solitaria habitación, donde pocos días antes había estado brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía como una estatua de mármol, dormida en el negro ataúd. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón.
Pareció como si la rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo:
-¡Qué senda de amor me ha sido concedida! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el beso de una madre, escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerte. Indudablemente he sido la más feliz de todas mis hermanas.
Apareció luego en el jardín la vieja escardadera. Contempló a su vez la magnificencia del rosal y sus ojos se clavaron en la rosa mas grande, abierta del todo. «Otra gota de rocío y otro día ardoroso, y sus hojas caerán», pensó la mujer. La flor había dado ya el beneficio de su belleza, y debía dar ahora el de su utilidad. La cortó y guardó en un periódico; la pondría en casa junto a otras rosas marchitas, y, mezclándolas con esas otras pequeñas flores azules llamadas espliegos, las embalsamaría con sal. Hay que observar que sólo se embalsama a las rosas y a los reyes.
-¡Qué honor el mío! -dijo la rosa al sentirse cogida por la escardadera-. Van a embalsamarme. Yo seré la más feliz.
Se presentaron luego en el jardín dos jóvenes; uno de ellos era poeta, el otro pintor, y cada uno de ellos cogió una rosa bellísima.
El pintor trasladó al lienzo una imagen de la flor abierta, con tal fidelidad que le parecía mirarse en un espejo.
-De este modo -dijo el artista- mi rosa vivirá muchas generaciones, mientras millones y millones de su especie se marchitarán y morirán.
-Soy la más afortunada -dijo la rosa-; he obtenido la mayor felicidad.
El poeta contempló su rosa y compuso sobre ella un poema, en el que se expresaban todos los misterios que había leído en sus pétalos. Le puso por título Libro de estampas del Amor y pasó a la inmortalidad.
-¡Me han hecho inmortal! -exclamó la rosa-. ¡Soy la más dichosa!


Entre la magnificencia del rosal florido había una rosa que quedaba casi oculta bajo las restantes. Casualmente, y por suerte tal vez para ella, tenía un defecto: estaba torcida en su tallo, y las hojas de un lado no eran simétricas a las del opuesto. Del centro de la flor salía una hojita verde deformada. Son esas miserias de las que no se libran ni las rosas.
-¡Pobre niña! -dijo el viento acariciándole la mejilla. 
La rosa creyó que era un saludo, un homenaje; tuvo la impresión de ser distinta de las demás rosas, y le pareció una distinción la circunstancia de tener en el centro aquella hoja verde. Llegó volando una mariposa y besó sus pétalos. Era un pretendiente, y ella lo dejó marchar. Vino después un enorme saltamontes, que se posó sobre otra rosa. Se puso a frotarse la tibia, lo cual, en los saltamontes, es señal de amor. La flor en que se había posado no lo comprendió, pero la rosa deformada sí se dio cuenta de que el insecto miraba con ojos que decían: 
-¡Te comería de puro amor!
Y este es el mayor límite que el amor puede alcanzar: Que uno se funda con el ser amado. Pero la rosa no quiso entregarse al saltamontes. 
El ruiseñor cantó en medio de la noche estrellada.
-Estoy segura de que lo hace para mí -dijo la rosa del defecto, o de la distinción-. ¿Por qué me han distinguido así por encima de todas mis hermanas? ¿Por qué me dieron esta cualidad, que hace de mí la más feliz?
A continuación entraron en el jardín dos fumadores. Hablaban de rosas y de tabaco. Se decía que las rosas no soportaban el humo del tabaco, y que a su contacto la flor perdía su color y se volvía verde. Querían efectuar el experimento, pero les dolió echar a perder una de aquellas rosas tan bellas, y cortaron la defectuosa.
-¡Una nueva distinción! -exclamó ésta-. ¡Qué ventura la mía! Soy la más feliz de todas.
Y se puso verde, de orgullo y del humo del tabaco.
Una rosa, semicapullo todavía, acaso la más bella del rosal, obtuvo el puesto de honor en un artístico ramillete que reunió el jardinero y que, llevado al señorito de la casa, salió con él en coche. La rosa brillaba como una perla entre otras flores, rodeadas de verdor. La llevaron a la esplendoroso fiesta, a la que asistían elegantes caballeros y damas, a la luz de mil lámparas. Sonó la música; sucedía aquello en el océano de luz del teatro, y cuando la joven y celebrada bailarina apareció, vaporosa, en escena, saludada por el general entusiasmo, los ramos volaron a sus pies como lluvia de flores. Entre ellos cayó el ramillete, en cuyo centro brillaba como piedra preciosa la bella rosa de nuestro jardín. Sintió la flor su inmensa e indecible felicidad, la gloria y el esplendor que la rodeaban, y al tocar el suelo se lanzó también a bailar, a saltar por las tablas, pues al caer se había quebrado su tallo. No fue a parar a manos de la agasajada, sino que rodó detrás del bastidor, donde la recogió un tramoyista. Vio éste que era bellísima y fragante, pero que carecía de tallo.
Se la metió en el bolsillo, y al llegar a su casa por la noche, la puso en un vaso con agua. A la mañana siguiente la colocaron delante de la abuela, que, vieja e impedida, ocupaba un sillón. La mujer estuvo contemplando la magnífica flor tronchada y recreándose en su aspecto y su perfume.
-No fuiste a parar a la mesa de una dama rica y elegante, sino a la de esta pobre vieja; pero aquí eres como un rosal entero. ¡Qué hermosa eres!
La abuela miraba la flor con alegría infantil, pensando seguramente en los tiempos lejanos de su juventud.
-Entré por un agujero que tenía el cristal –dijo el viento-, y vi como brillaban de juventud los ojos de la anciana y la bella rosa quebrada. ¡La más feliz de todas! Lo sé. Puedo afirmarlo.
Cada una de las rosas del rosal de aquel jardín tenía su historia. Cada una creía ser la más feliz, y la fe produce la felicidad. La última de las flores estaba persuadida de ser la más dichosa de todas.
-He sobrevivido a las demás. Soy la última, la única, la hija predilecta de nuestra madre.
-Y yo soy su madre -dijo el rosal.
-¡Yo lo soy! -replicó el sol.
-¡Y yo! -afirmaron el viento y el tiempo.
-Todos tenemos nuestra parte -dijo el viento-. Y cada uno de nosotros participará de su belleza.
Y el viento esparció las hojas sobre el seto, donde yacían las gotas del rocío y brillaba el sol.
-También yo he tenido mi parte -añadió el viento-. Yo he visto la historia de todas las rosas, y la contaré por todo el vasto mundo. Luego me dirás cuál de ellas fue la más feliz, esto debes decirlo tú; yo he hablado ya bastante.