domingo, 7 de abril de 2024

La aureola equivocada (Henry Kuttner - Cuento completo)



Apenas se podría culpar al ángel más joven por el error. Le habían dado una aureola flamante y brillosa, y le habían señalado el planeta en cuestión. Él había obedecido incondicionalmente, muy orgulloso de la responsabilidad. Era la primera vez que al ángel más joven le encomendaban otorgar la santidad a un humano.
Así que descendió a la Tierra, localizó Asia y se detuvo ante la boca de una caverna que bostezaba en la ladera de un pico del Himalaya. Entró en la caverna, el corazón desbocado de excitación, dispuesto a materializarse y dar al lama sagrado la bien ganada recompensa. Durante diez años el asceta tibetano Kai Yung había permanecido inmóvil, pensando pensamientos sagrados. Durante más de diez años había vivido en la cúspide de una columna, sumándose más méritos. Y en la última década había vivido como ermitaño en esta caverna, desdeñando las cosas mundanas. El ángel más joven cruzó el umbral y se detuvo con un jadeo de asombro.
Obviamente se había equivocado de lugar. Un abrumador aroma a sake fragante le penetró las fosas nasales, y miró azorado al hombrecillo marchito y borracho que se acuclillaba feliz junto al fuego mientras asaba un trozo de carne de cabra. ¡Un antro de iniquidad!
Naturalmente, el ángel más joven, que conocía poco de las cosas del mundo, no podía entender qué había despojado al lama de la gracia. El gran cuenco de sake que alguien había dejado ante la boca de la caverna con equívoca piedad era una ofrenda. El lama había probado, y había vuelto a probar. Y a esta altura por cierto ya no era un candidato apropiado para la santidad.
El ángel más joven titubeó. Las instrucciones eran explícitas. Pero sin duda este réprobo borracho no podía ser el destinatario de una aureola. El lama hipó ruidosamente y tomó otro tazón de sake, lo cual terminó de decidir al ángel, que desplegó las alas y se marchó con aire de dignidad ofendida.
Ahora bien, en un estado del Medio Oeste de Estados Unidos hay un pueblo llamado Tibbett. ¿Quién puede culpar al ángel de descender allí y descubrir, tras una breve búsqueda, a un hombre aparentemente apto para la santidad, cuyo nombre, según lo declaraba la puerta de su pequeño hogar suburbano, era K. Young?
—Habré entendido mal —pensó el ángel más joven—. Dijeron que era Kai Yung. Pero éste es Tibbett, sin duda. Él debe ser el hombre. En todo caso, parece bastante puro.
»Bien, allá va. Veamos, ¿dónde está esa aureola?

El señor Young estaba sentado en el borde de la cama, la cabeza gacha, pensando. Un espectáculo deprimente. Al fin se levantó y se vistió. Luego se afeitó y lavó y peinó y bajó las escaleras para desayunar.
Jill Young, su esposa, estaba sentada leyendo el diario y bebiendo zumo de naranjas. Era una mujer menuda, bastante joven y muy bonita que había renunciado a comprender la vida hacía mucho tiempo. Había llegado a la conclusión de que era excesivamente complicada; continuamente ocurrían cosas raras. Lo mejor era hacer de espectador y dejarlas suceder. Como resultado de su actitud, conservaba la hermosa cara sin arrugas y añadía numerosas canas a la cabeza del marido.
Enseguida habrá más referencias a la cabeza del señor Young. Desde luego, había sido transfigurada durante la noche. Pero todavía no lo había advertido, y Jill bebía zumo de naranjas y aprobaba plácidamente el sombrero estrafalario de un aviso comercial.
—Hola, Roña —dijo Young—. Buenos días.
No se dirigía a la esposa. Un scotch terrier pequeño e impulsivo acababa de aparecer y correteaba histéricamente alrededor de los pies del amo, y cuando el hombre le tiraba de las orejas peludas caía en ataques de locura absoluta. El impulsivo animal inclinó la cabeza sobre la alfombra y patinó por la habitación apoyado en el hocico, soltando sofocados chillidos de placer. Cuando por fin se hartó de esto, el scotch terrier, que se llamaba Roña McFastidio, se puso a chocar la cabeza contra el suelo con el aparente propósito de destrozarse los sesos.
Young ignoró ese cotidiano espectáculo. Se sentó, desplegó la servilleta y examinó la comida. Con un ligero gruñido aprobatorio se puso a comer.
Notó que la esposa le observaba con una expresión extraña y distante. Se apresuró a pasarse la servilleta por los labios. Pero Jill seguía mirándole. Young se examinó el pecho de la camisa. Estaba, ya que no inmaculado, libre al menos de jirones de tocino o manchas de huevo. Miró a su esposa, y comprendió que ella observaba un punto por encima de la cabeza de él. Miró hacia arriba.
Jill se sobresaltó ligeramente.
—Kenneth —susurró—. ¿Qué es eso? 
Young se alisó el cabello.
—Eh… ¿Qué, querida?
—Eso que tienes sobre la cabeza.
El hombre se exploró el cráneo con los dedos.
—¿La cabeza? ¿A qué te refieres?
—Brilla —explicó Jill—. ¿Qué diablos te has hecho? 
El señor Young se irritó un poco.
—No me he hecho nada… La calvicie nos llega a todos.
Jill frunció el ceño y bebió zumo de naranjas. Alzó cautamente los ojos fascinados.
—Kenneth —dijo por fin—, quisiera que tú…
—¿Qué…?
Ella señaló un espejo en la pared.
Con un gruñido de disgusto Young se levantó y enfrentó la imagen del espejo. Al principio no vio nada anormal. Era la misma cara que los espejos le mostraban desde hacía años. No sería una cara extraordinaria —no de las que se señalan con orgullo diciendo: Miren. Mi cara—, pero tampoco era, por cierto, uno de esos semblantes que causan consternación. Una cara ordinaria, limpia, bien rasurada y rosada. Una prolongada relación con ella había inspirado al señor Young un sentimiento de tolerancia, sino de franca admiración.
Pero coronada por una aureola adquiría un aire perturbador.
La aureola colgaba en el aire a unos quince centímetros de la cabeza. Medía tal vez veinte centímetros de diámetro, y parecía un aro reluciente, luminoso, de luz blanca. Era impalpable; Young le pasó varias veces las manos, atónito.
—Es una… aureola —articuló por fin, y se volvió hacia Jill.


El terrier, Roña McFastidio, reparó por primera vez en ese adorno. Le interesó muchísimo. Desde luego no sabía qué era, pero siempre cabía la posibilidad de que fuera comestible. No era un perro muy brillante.
Roña se irguió y gimoteó. Lo ignoraron. Ladrando estrepitosamente, brincó hacia adelante y trató de escalar el cuerpo del amo en un desesperado intento por apoderarse de la aureola. Ya que la aureola no hacía ningún movimiento hostil, sería sin duda una presa fácil.
Young se defendió, aferró al terrier por la cerviz y se lo llevó aullante a otra habitación, donde lo dejó. Luego regresó y miró nuevamente a Jill.
—Los ángeles llevan aureola —observó ella, por fin.
—¿Tengo aspecto de ángel? —preguntó Young—. Es una manifestación… científica. Como… Como esa chica cuya cama brincaba de un lado al otro. Tú lo has leído.
Jill lo había leído.
—Lo hacía con los músculos.
—Bueno, yo no —dijo rotundamente Young—. ¿Cómo habría de hacerlo? Es científico. Muchas cosas tienen brillo propio.
—Oh, sí. Los hongos venenosos.
El hombre torció la cara y se frotó la cabeza.
—Gracias, querida. Supongo que te das cuenta de que no estás colaborando en nada.
—Los ángeles tienen aureola —dijo Jill con una especie de terrible obstinación. Young se miró de nuevo en el espejo.
—Querida, ¿te importaría callarte un rato? Tengo un susto del demonio, y tú no eres precisamente alentadora.
Jill rompió a llorar, salió de la cocina, y poco después se le oyó hablar en voz baja con Roña.
Young terminó el café, pero no le encontró gusto. No estaba tan atemorizado como había dicho. El fenómeno era extraño, inquietante, pero de ningún modo terrible. Unos cuernos, tal vez, le habrían causado horror y consternación, pero una aureola… El señor Young leía los suplementos dominicales de los diarios, y había aprendido que todo lo estrambótico podía ser atribuido a los extravagantes trabajos de la ciencia. En alguna parte había oído que toda la mitología está basada en hechos científicos. Esto le consoló hasta que se preparó para ir a la oficina.
Se puso un sombrero hongo; lamentablemente la aureola era muy amplia, el sombrero parecía tener dos alas, la de arriba blanca y resplandeciente.
—¡Diantres! —exclamó Young con franca irritación. Buscó en el armario y se probó un sombrero tras otro. Ninguno tapaba la aureola. Por cierto que no podría subir al autobús atestado en esas condiciones.
Un objeto peludo y grande le llamó la atención. Lo recogió y lo examinó con disgusto. Era un sombrero deforme, gigantesco y lanudo, parecido a un chacó, que una vez había formado parte de un disfraz. El traje en sí había desaparecido hacía tiempo, pero el sombrero había quedado para comodidad de Roña, que a veces se recostaba en él.
Pero ocultaría la aureola… De mala gana, Young se puso esa monstruosidad en la cabeza y se acercó al espejo. Una mirada era suficiente. Articulando una breve plegaria, abrió la puerta y huyó.
Elegir entre dos males es con frecuencia difícil. Más de una vez, durante el pesadillesco viaje al centro, Young se arrepintió de su elección. Pero le costaba decidirse a quitarse el sombrero y pisotearlo, aunque se moría por hacerlo. Acurrucado en un rincón del autobús, se empeñaba en contemplarse las uñas y deseaba estar muerto. Oía bisbiseos y risas ahogadas, y sentía las miradas exploratorias que le sondeaban la cabeza gacha.
Un niñito desgarró el tejido cicatricial del corazón de Young y escarbó la herida abierta con dedos rosados e inmisericordes.
—Mamá —dijo en voz alta el niñito—. Mira qué gracioso.
—Sí, amor —dijo una voz de mujer—. Cállate.
—¿Qué tiene en la cabeza? —preguntó la criatura. Hubo una pausa muy significativa.
—Bueno, realmente no sé —dijo al fin la mujer con voz de asombro.
—¿Para qué se lo puso? 
No hubo respuesta.
—¡Mamá!
—Sí, amor.
—¿Está chiflado?
—Cállate —dijo la mujer evitando responderle.
—¿Pero qué es?
Young no aguantó más. Se levantó y se abrió paso dignamente en el autobús, los ojos vidriosos y ciegos. De pie frente a la puerta, desvió la cara de la mirada fascinada del cobrador.
Cuando el autobús llegaba a la parada, Young sintió que le tomaban el brazo. Se volvió. La madre del niño estaba frente a él con el ceño fruncido.
—¿Sí? —preguntó Young con voz cortante.
—Es Billy —dijo la mujer—. Trato de no ocultarle nada. ¿Le importaría decirme qué se ha puesto usted en la cabeza?
—Es la barba de Rasputín —vociferó Young—. Me la dejó como herencia.
Saltó del autobús ignorando una nueva pregunta de la perpleja mujer, y trató de perderse en la multitud.
Fue difícil. Ese notable sombrero intrigaba a muchos. Pero afortunadamente Young estaba a pocas calles de la oficina, y por fin, jadeando roncamente, subió al ascensor, clavó una mirada asesina en el ascensorista y dijo:
—Piso noveno.
—Disculpe, señor Young —dijo tímidamente el joven—. Tiene algo en la cabeza.
—Lo sé —replicó Young—. Yo mismo me lo he puesto.
Esto pareció dar por terminada la cuestión. Pero cuando el pasajero bajó, el ascensorista sonrió de oreja a oreja. Minutos más tarde, al encontrar a un portero, le dijo:
—¿Conoces al señor Young? El fulano…
—Lo conozco. ¿Por qué?
—Totalmente borracho.
—¿Él? Estás loco.
—Hecho un cuero —declaró el joven—. Dios me libre…
Entretanto, el santificado señor Young se dirigía a la oficina del doctor French, un médico al que conocía de vista pues trabajaba en el mismo edificio. No tuvo que esperar mucho. La enfermera, tras echar una mirada perpleja al notable sombrero, entró en el consultorio y casi de inmediato reapareció para hacer entrar al paciente.
El doctor French, un hombre corpulento y fofo de bigote lustroso y amarillo, saludó a Young casi efusivamente.
—Adelante, adelante. ¿Cómo está hoy? Ningún problema, espero. Alcánceme el sombrero, por favor.
—Espere —dijo Young, eludiendo al médico—. Antes, deje que le explique. Tengo algo en la cabeza.
—¿Corte, magulladura o fractura? —preguntó el poco imaginativo doctor—. Le curaré en un santiamén.
—No estoy enfermo —dijo Young—. Espero que no, al menos. Tengo una… eh, una aureola.
—Ja, ja —festejó el doctor French—. Una aureola, ¿eh? No creo que su bondad llegue a tanto…
—¡Oh, al cuerno! —barbotó Young y se sacó el sombrero; el doctor retrocedió un paso y luego, interesado, se acercó y trató de palpar la aureola, pero no pudo.
—Maldita sea mi… Qué raro —dijo por fin—. Parece una aureola de veras, ¿no?
—¿Qué es? Eso es lo que quiero saber. 
French titubeó. Se atusó el bigote.
—Bien, en realidad no está dentro de mi especialidad. Un físico podría… No. Quizá Mayo’s. ¿Se lo puede quitar?
—Claro que no. Ni siquiera se puede tocar.
—Ah, entiendo. Bueno, me gustaría contar con la opinión de algunos especialistas. Entretanto, déjeme ver…
Irrumpieron enfermeros y enfermeros. El corazón, la temperatura, la presión, la sangre, la saliva, la orina y la epidermis de Young fueron analizados y aprobados.
—Goza de excelente salud —dijo por fin el doctor—. Venga mañana a las diez. Llamaré a otros especialistas.
—Usted… eh, ¿podrá librarme de esto?
—Oh, todavía no conviene intentarlo. Obviamente es una forma de radiactividad. Quizá sea necesario un tratamiento de radio…
Young dejó al hombre farfullando sobre rayos alfa y gamma. Abatido, se puso el extraño sombrero y bajó a su oficina.

La Agencia de Publicidad Atlas era la más tradicionalista de todas las agencias de publicidad. Dos hermanos de patillas blancas habían inaugurado la firma en 1820, y la compañía parecía usar todavía respetables patillas mentales. Los cambios irritaban al directorio, que sólo en 1938 se había convencido de que la radio estaba destinada a perdurar y había aceptado contratos para irradiar avisos. Una vez un joven vicepresidente fue despedido por usar corbata roja.
Young entró sigilosamente en la oficina. Estaba desierta. Se deslizó en la silla detrás del escritorio, se quitó el sombrero y lo miró con odio. Le parecía aún más detestable que al principio. Se estaba deshilachando, y para colmo despedía el perfume tenue pero inequívoco de un perro sucio.
Tras examinar la aureola y comprobar que aún seguía firmemente instalada en su lugar, Young se puso a trabajar. Pero las diosas del destino se habían ensañado con él, pues enseguida la puerta se abrió y entró Edwin G. Kipp, el presidente de Atlas. Young apenas tuvo tiempo de agachar la cabeza bajo el escritorio y esconder la aureola.
Kipp era un sujeto menudo, atildado y decoroso que usaba impertinentes y barba puntiaguda con el aire de un pez engreído. Hacía tiempo que la sangre se le había metamorfoseado en amoníaco. Le rodeaba un aura, ya que no de belleza, de conservadurismo gris y casi visible.
—Buenos días, señor Young —dijo—. Eh… ¿Es usted?
—Sí —dijo el invisible Young—. Buenos días. Me estoy atando los cordones de los zapatos.
La única respuesta de Kipp consistió en un carraspeo casi inaudible. Pasó el tiempo. El escritorio callaba.
—Eh… ¿Señor Young?
—Todavía… estoy aquí —dijo el desdichado Young—. Ya están atados. Los cordones, quiero decir. ¿Me necesita?
—Sí.
Kipp esperó con creciente impaciencia. Young no manifestaba intenciones de incorporarse. El presidente consideró la posibilidad de acercarse al escritorio y atisbar debajo. Pero la imagen mental de una conversación entablada en postura tan grotesca era ultrajante. Simplemente desistió y le dijo a Young lo que quería.
—Acaba de telefonear el señor Devlin. Llegará enseguida —comentó Kipp—. Desea que le muestren el pueblo, según su propia expresión.
El invisible Young asintió. Devlin era uno de los mejores clientes. O mejor dicho, lo había sido hasta el año anterior, cuando de pronto comenzó a tratar con otra empresa para disgusto de Kipp y el directorio.
El presidente continuó:
—Me dijo que no estaba seguro respecto del nuevo contrato. Había planeado dárselo a World, pero me he carteado con él y sugirió que tal vez convenga una discusión personal. De modo que visitará nuestra ciudad. Y desea… hmmm, echar una ojeada —Kipp se puso confidencial—. Añadiré que el señor Devlin me explicó con bastante claridad que prefiere una firma menos tradicionalista. "Aburrida" fue el término que usó. Cenará conmigo esta noche, y yo intentaré convencerle de que nuestros servicios serán valiosos. No obstante… —Kipp carraspeó otra vez—, no obstante, la diplomacia es importante, desde luego. Apreciaría que usted entretuviera hoy al señor Devlin.
El escritorio, que había guardado silencio durante la alocución, gimió por fin, convulsivamente.
—Estoy enfermo. No puedo…
—¿Se siente mal? ¿Quiere que llame a un médico?
Young se apresuró a rechazar la oferta, pero permaneció oculto.
—No, yo… pero me refiero a…
—Se comporta usted del modo más extravagante —dijo Kipp con loable contención—. Hay algo que usted debería saber, señor Young. Aún no tenía intenciones de decírselo, pero… sea como fuere, el directorio ha reparado en usted. Hemos discutido durante la última reunión, y resolvimos ofrecerle una vicepresidencia en la casa.
El escritorio quedó mudo de sorpresa.
—Usted se ha comportado irreprochablemente durante quince años —dijo Kipp—. Su persona jamás fue asociada con ningún escándalo. Le felicito, señor Young.
El presidente se adelantó extendiendo la mano. Un brazo emergió desde abajo del escritorio, estrechó el de Kipp y desapareció apresuradamente.
No ocurrió nada más. Young se obstinaba en permanecer en su santuario. Kipp comprendió que, a menos que le sacara a la rastra, no podría tener una visión completa de Kenneth Young por el momento. Se retiró con un carraspeo admonitorio. El desdichado Young se levantó, gesticulando para distender sus músculos entumecidos. En buena se había metido. ¿Cómo divertiría a Devlin llevando aureola? Y era vital divertir a Devlin. De lo contrario, la elusiva vicepresidencia se le escurriría de inmediato. Young sabía demasiado bien que los empleados de la Agencia de Publicidad Atlas hollaban sendas de tribulación.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la brusca aparición de un ángel sobre la biblioteca. No era una biblioteca muy alta, y el visitante sobrenatural estaba tranquilamente sentado, meciendo los talones y encogiendo las alas. Una exigua túnica de seda blanca constituía toda su indumentaria de ángel, además de una aureola brillante que a Young le causó náuseas de sólo verla.
—Esto es el acabóse —dijo, conteniéndose rígidamente—. Una aureola puede ser efecto de hipnotismo masivo. Pero si empiezo a ver ángeles…
—No temas —dijo el otro—. Soy real. 
Young le miró con ojos desorbitados.
—¿Y cómo lo sabré? Obviamente estoy hablando con el aire. Es esquizoalgo. Lárgate.
El ángel arqueó los dedos de los pies con embarazo.
—No puedo, todavía no. Lo cierto es que he cometido un error serio; habrás notado que tienes una pequeña aureola, ¿verdad…?
Young soltó una risita amarga.
—Oh sí. Claro que lo he notado.
Antes que el ángel pudiera replicar se abrió la puerta. Kipp se asomó, vio que Young estaba conversando, murmuró unas excusas y salió.
El ángel se rascó los rizos dorados.
—Bien. Tu aureola estaba destinada a otra persona… Un lama tibetano, para ser exactos. Pero cierta concatenación de circunstancias me indujo a creer que tú eras el candidato a santo. Así es que… —el visitante abrió los brazos.
Young estaba desconcertado.
—Yo no…
—El lama… Bien, pecó. Ningún pecador puede llevar aureola. Y, como digo, te la he dado a ti por error.
—¿Entonces puedes quitármela? —Un asombrado deleite alteró la expresión de Young. Pero el ángel alzó una mano benévola.
—No temas. He consultado con el ángel administrador. Has llevado una vida intachable. Como recompensa, se te permitirá conservar la aureola de santidad.
Young se levantó horrorizado, braceando débilmente como si nadara.
—Pero… Pero… Pero…
—La paz y la bendición sean contigo —dijo el ángel, y desapareció.
Young se desplomó en la silla y se masajeó la frente dolorida. Simultáneamente la puerta se abrió y apareció Kipp en el umbral. Por fortuna, las manos de Young alcanzaron a tapar a tiempo la aureola.
—Ha llegado el señor Devlin —dijo el presidente—. Eh… ¿Quién era el de la biblioteca?
Young estaba demasiado abrumado para inventar mentiras creíbles.
—Un ángel —musitó.
Kipp cabeceó satisfecho.
—Sí, claro… ¿Qué? Un ángel, dice usted… ¿Un ángel? ¡Oh, cielo santo! —El hombre palideció y se marchó presurosamente.
Young contempló su sombrero. El objeto yacía todavía en el escritorio, algo amedrentado por la mirada amenazante del dueño. Ir por la vida con una aureola puesta era apenas menos soportable que llevar siempre puesto ese sombrero aborrecible. Young descargó un puñetazo airado en el escritorio.
—¡No lo soportaré! Yo… Yo no tengo… —se interrumpió de golpe, y le brillaron los ojos—. Seré… ¡Eso es! No tengo que soportarlo. "Ningún pecador puede llevar aureola". ¡Seré un pecador, pues! Infringiré todos los Mandamientos.
La cara de Young se transformó en una máscara de maldad absoluta.
Reflexionó. En ese momento no podía recordar cuáles eran. "No codiciarás a la mujer de tu prójimo". Ése era uno.
Young recordó a la mujer del vecino, su prójimo más próximo. Era una tal señora Clay, una damisela bahamótica con cincuenta primaveras y una cara que parecía un budín disecado. Ése era un pecado que Young no tenía intención de cometer.
Pero tal vez un pecado rotundo y saludable haría volver al ángel raudamente en busca de la aureola. ¿Qué crímenes acarreaban los menores inconvenientes? Young arrugó el entrecejo.
No se le ocurrió nada. Decidió dar un paseo. Sin duda se le presentaría alguna oportunidad pecaminosa.
Se obligó a ponerse el chacó. Acababa de llegar al ascensor cuando una voz ronca bramó a sus espaldas. Un hombre gordo corría a lo largo del hall.
Instintivamente, Young supo que era el señor Devlin.
El adjetivo "gordo" le quedaba corto a Devlin. Realmente el hombre sobraba por todas partes. Los pies, estrangulados en zapatos amarillo bilioso, sobresalían en los tobillos como capullos en flor. Se fundían con pantorrillas que parecían cobrar ímpetu con la expansión y el ascenso, lanzándose hacia lo alto en un loco abandono para revelarse en una gloria plena y abrumadora en la cintura de Devlin. La silueta del hombre evocaba una piña con elefantiasis. Una gran masa de carne brotaba del cuello y formaba un bulto pálido y lánguido en el que Young distinguió algo vagamente parecido a una cara.
Así era Devlin, y trotaba a lo largo del hall con pasos de mamut, haciendo temblar la tierra con los cascos trepidantes.
—¡Usted es Young! —gorjeó—. ¿Casi no me encuentra, eh? Estuve esperándole en la oficina —Devlin se interrumpió al ver, fascinado, el sombrero. Luego, esforzándose por ser cortés, rió falsamente y desvió los ojos—. Bien, estoy listo y ansioso por entrar en acción.
Young se sintió dolorosamente empalado en las astas del toro antes de tomarlas. Si no entretenía a Devlin, perdería la vicepresidencia. Pero la aureola le pesaba como una plancha en la cabeza palpitante. Una idea primordial le acuciaba: Tenía que librarse de esa cosa bendita.
Después confiaría en la suerte y la diplomacia. Obviamente, salir ahora con su huésped sería fatal, una locura. El sombrero solo sería fatal.
—Lo siento —gruñó Young—. Tengo un compromiso importante. Vendré a buscarle en cuanto pueda.
Con una risa sibilante, Devlin tomó con firmeza el brazo del otro.
—De ninguna manera. ¡Me mostrará la ciudad! ¡Ahora mismo! —Un inconfundible tufo alcohólico inundó las narices de Young, quien pensó rápidamente.
—De acuerdo —dijo por fin—. Venga conmigo. Abajo hay un bar. Echaremos un trago, ¿eh?
—Así se habla —dijo el jovial Devlin, casi lisiando a Young con una palmada amistosa en la espalda—. Aquí está el ascensor.
Entraron. Young cerró los ojos. Sufría mientras miradas curiosas le examinaban el sombrero. Cayó en un estado de coma del que sólo se recuperó en la planta baja, donde Devlin le arrastró fuera del ascensor y dentro del bar.
El plan de Young era éste: Echaría un trago tras otro en el voluminoso gaznate de su compañero, y esperaría la oportunidad de escabullirse inadvertidamente. Era un plan astuto, pero tenía una falla: Devlin se negaba a beber solo.
—Uno para usted y uno para mí —decía—. Es lo justo. Sírvase otro.
Young no pudo rehusarse, dadas las circunstancias. Lo peor de todo era que el licor de Devlin parecía filtrarse en cada célula de ese corpachón, y al fin le dejaba en el mismo estado de felicidad radiante en que originalmente estaba. En cambio el pobre Young se encontraba, por expresarlo del modo más caritativo posible, achispado.
Sentado calladamente en la mesa, miraba con furia a Devlin. Cada vez que llegaba el mozo, Young sabía que los ojos del hombre no se apartaban del sombrero. Y cada ronda hacía más exasperante la idea.
Además, Young estaba preocupado por la aureola. Meditaba pecados: Incendio, hurto, sabotaje y asesinato desfilaron en rápida revista por la mente aturdida. Una vez intentó birlarle el cambio al mozo, pero el hombre estaba demasiado alerta. Rió agradablemente y puso un vaso lleno delante de Young, que miró el vaso con disgusto.
De pronto tomó una decisión. Se levantó y caminó a los tumbos hasta la puerta.
Devlin le alcanzó en la acera.
—¿Qué pasa? Tomemos otro…
—Tengo trabajo que hacer —dijo Young, articulando penosamente. Le arrebató el bastón a un transeúnte y gesticuló amenazadoramente hasta que la víctima dejó de protestar y echó a correr. Con el bastón empuñado, cavilaba sombríamente.
—Pero ¿para qué trabajar? —preguntó Devlin—. Muéstreme la ciudad.
—Tengo asuntos importantes que atender. —Young examinó a un niñito que se había detenido junto a la calzada, y le devolvía la mirada con interés. Se parecía notoriamente a la criatura impertinente del autobús.
—¿Importantes? —preguntó Devlin—. ¿Asuntos importantes, eh? ¿Cómo cuál?
—Como aporrear niños —dijo Young, y se abalanzó sobre el asombrado niño blandiendo el bastón; el chico soltó un alarido y huyó. Young le persiguió unos metros y luego se enredó en un poste de luz. El poste, descortés y tiránico, le cerró el paso. Young protestó y rezongó, pero fue inútil.
El niño había desaparecido hacía rato. Después de endilgarle un buen sermón al poco amable poste, Young se volvió.
—¿Qué trata de hacer, en nombre del cielo? —preguntó Devlin—. Ese policía nos está mirando. Vamos —tomó del brazo a Young y le condujo por la acera atestada.
—¿Que qué trato de hacer? —se burló Young—. Es obvio, ¿no? Quiero pecar.
—Eh… ¿Pecar?
—Pecar.
—¿Por qué?
Young se tocó el sombrero significativamente, pero Devlin interpretó el gesto de manera totalmente errónea.
—¿Está chiflado?
—Oh, cállese —bramó Young en un brusco arrebato de furia, y metió el bastón entre las piernas de un presidente de banco que pasaba y al que conocía de vista. El pobre hombre cayó pesadamente en el cemento, pero se levantó herido solamente en la dignidad.
—¿Qué demonios hace? —ladró.
Young había iniciado una extraña serie de gesticulaciones. Había corrido hacia el espejo de un escaparate y le hacía cosas increíbles al sombrero, tratando de levantarlo para echar un vistazo a la cabeza, al parecer, un espectáculo que por lo visto ocultaba celosamente a los ojos profanos. Al final maldijo en voz alta, se volvió, clavó una mirada de desprecio en el presidente de banco y echó a correr arrastrando al asombrado Devlin como un globo cautivo.
Young no cesaba de murmurar entre dientes:
—Tengo que pecar… Pecar de veras. Algo grande. Incendiar un orfanato. Matar a mi suegra. ¡Matar a cualquiera! —Se volvió hacia Devlin, que se encogió aterrado. Pero finalmente Young soltó un gruñido de insatisfacción—. No, demasiada grasa. No servirían una pistola ni un cuchillo. Tengo que destruir… ¡Mire! —dijo aferrando el brazo de Devlin—. Robar es un pecado, ¿no?
—Claro que sí —convino diplomáticamente Devlin—. Pero usted no irá…
—No —dijo Young, meneando la cabeza—. Aquí hay demasiada gente. No sirve de nada ir a la cárcel.
Siguió caminando. Devlin le siguió. Y Young cumplió su promesa de mostrarle la ciudad, aunque después ninguno de los dos pudiera recordar qué había sucedido exactamente. Devlin paró en una licorería por más provisión, y salió con botellas que le asomaban de las ropas aquí y allá.
 
Las horas se confundieron en una bruma alcohólica. La vida cobró un aire de neblinosa irrealidad para el desdichado Devlin. No tardó en caer en coma, y percibió vagamente los diversos acontecimientos que se acumularon aceleradamente durante la tarde y hasta muy tarde en la noche. Finalmente se despejó lo bastante para advertir que estaba con Young frente a un indio de madera que custodiaba tiesamente una cigarrería. Era tal vez el último indio de madera. Esa vieja reliquia de días pasados parecía mirar con turbios ojos de vidrio el manojo de cigarros de madera que sostenía en la mano extendida.
Young ya no llevaba sombrero. Y Devlin de pronto le notó una característica francamente peculiar.
—Tiene aureola —dijo en voz baja. Young se sobresaltó ligeramente.
—Sí —respondió—. Tengo aureola. Este indio… —se interrumpió.
Devlin observó la imagen, disgustado. Para su cerebro algo aturdido el indio de madera era aún más espantoso que la asombrosa aureola. Tiritó y se apresuró a eludir los ojos del indio.
—Robar es pecado —jadeó Young, y luego, con un grito exultante, se agachó para levantar al indio. El peso le derribó de inmediato, y mientras trataba de librarse del íncubo recitó un rosario de airados juramentos.
—Pesa mucho —dijo cuando por fin se levantó—. Déme una mano.
Hacía tiempo que Devlin había renunciado a toda esperanza de encontrar cordura en los actos de este demente. Young estaba obviamente decidido a pecar, y el hecho de que poseyera una aureola era algo perturbador, aun para el borracho Devlin. Como resultado, los dos hombres siguieron caminando calle abajo cargando con el cuerpo rígido de un indio de madera.
El propietario de la cigarrería salió a mirar. Loco de alegría seguía con los ojos la marcha de la estatua mientras se frotaba las manos.
—Hace diez años que quiero librarme de esa cosa —susurró feliz—. Y ahora… ¡Ajá!
Entró en la tienda y encendió un Corona para celebrar su emancipación. Entretanto, Young y Devlin encontraron una parada de taxis. Había un taxi; adentro, el chofer fumaba un cigarrillo y escuchaba la radio. Young le llamó.
—¿Taxi, señor? —El chofer despertó a la vida, brincó fuera del coche y abrió la puerta de un manotazo. Después el cuerpo arqueado se le paralizó, y los ojos se le revolvieron frenéticamente en las órbitas.
Nunca había creído en fantasmas. Era en realidad un personaje bastante cínico. Pero ante ese demonio bulboso y ese ángel decadente que cargaba el cadáver rígido de un indio, tuvo de golpe la enceguecedora revelación de que más allá de la vida yace un abismo negro donde bullen horrores inimaginables. Con un gemido estridente, el aterrado chofer se metió en el coche de un salto, lo hizo arrancar y desapareció como el humo ante la tormenta.
Young y Devlin se miraron consternados.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Devlin.
—Bueno —dijo Young—. No vivo lejos de aquí. A unas diez calles. ¡En marcha!
Era muy tarde y había pocos peatones en la calle. Estos pocos, por el bien de su cordura, se apresuraban a ignorar a los dos hombres y tomar por otro camino. Así fue que eventualmente Young, Devlin y el indio de madera llegaron a destino.
La puerta de la casa de Young estaba cerrada con llave, y él no podía encontrar la suya. Se resistía a despertar a Jill. Pero, por alguna extraña razón, le parecía vitalmente necesario ocultar al indio de madera. El sótano era el lugar indicado. Arrastró a sus dos compañeros hasta una ventana que daba abajo, la destrozó lo más silenciosamente que pudo, y deslizó la estatua por el agujero.
—¿De veras vive aquí? —preguntó Devlin, que tenía sus dudas.
—¡Sshh! —advirtió Young—. ¡Venga!
Siguió al indio de madera. Y aterrizó estruendosamente en una pila de carbón. Devlin le dio alcance entre bufidos y gruñidos. No estaba oscuro. La aureola iluminaba tanto como una lámpara de veinticinco vatios.
Young dejó a Devlin masajeándose las magulladuras y se puso a buscar al indio de madera. Había desaparecido inexplicablemente. Pero al fin lo encontró tendido bajo una bañera, lo sacó a la rastra y lo instaló en un rincón. Luego retrocedió para mirarlo, contoneándose un poco.
—Ése sí es un pecado —rió—. El robo. Lo que importa no es la cantidad. Es una cuestión de principios. Un indio de madera es tan importante como un millón de dólares, ¿eh, Devlin?
—Me gustaría hacer trizas a ese indio —dijo fervorosamente Devlin—. Me lo hizo cargar durante cinco kilómetros —se interrumpió para escuchar mejor—. ¿Qué es eso, en nombre del cielo?
Un pequeño tumulto se acercaba. Roña, que a menudo había sido instruido sobre sus deberes de perro guardián, contaba ahora con una oportunidad. Había ruidos en el sótano. Rateros, sin duda. El impulsivo terrier se lanzó escaleras abajo en una babel de temibles amenazas y juramentos. Declarando a voz en cuello su propósito de eviscerar a los intrusos, se arrojó sobre Young, quien se apresuró a emitir cloqueos destinados a calmar la furia desatada del perro.
Pero Roña tenía otras ideas. Giraba como un derviche, sediento de sangre. Young se tambaleó, trató de aferrarse del aire y cayó tumbado en el suelo. Quedó de bruces, y Roña, al ver la aureola, se le tiró encima y pisoteó la cabeza del amo.
El desdichado Young sintió que los fantasmas de generosas raciones de alcohol se elevaban para confrontarlo. Le tiró un manotazo al perro, erró y en cambio aferró los pies del indio de madera. La imagen osciló peligrosamente. Roña la miró con aprensión y huyó a lo largo del cuerpo del amo, deteniéndose a mitad de camino al recordar su deber. Masculló una maldición e hincó los dientes en la parte de Young que tenía más cerca, forcejeando para arrancarle los pantalones al pobre hombre.
Entretanto, Young seguía de bruces, asiendo los pies del indio de madera con desesperación.
Un trueno estalló clamorosamente. Una luz blanca inundó el sótano. Apareció el ángel.
A Devlin se le aflojaron las piernas. Cayó sentado, hecho un bollo, cerró los ojos y se puso a parlotear tranquilamente consigo mismo. Roña insultó al intruso, trató en vano de dar una dentellada a una de las alas y retrocedió arrepentido, gruñendo de disgusto. El ala tenía una insatisfactoria falta de sustancialidad.
El ángel se detuvo ante Young. Llamas doradas le centelleaban en los ojos, y una benigna expresión de placer le enaltecía las nobles facciones.
—Esto —dijo serenamente— será tomado como símbolo de tu primera buena acción exitosa desde que recibiste la aureola —un ala rozó la cara oscura y ceñuda del indio. De pronto no hubo indio—. Has aligerado el corazón de un prójimo. No es mucho… sin duda, pero es algo. Y a costa de muchísimos afanes de tu parte.
»Un día entero has luchado con este individuo para redimirlo. No has sido recompensado por el éxito, aún. Pero los dolores de mañana te afligirán.
»Sigue adelante, K. Young, que tu aureola es recompensa y a la vez protección contra todo pecado.
El ángel más joven desapareció sin ruidos —algo que Young agradeció pues empezaba a dolerle la cabeza, y había temido la posibilidad de una retirada estruendosa—. Roña rió fastidiosamente y reanudó sus ataques contra la aureola. Young encontró necesario el desagradable acto de permanecer de pie. Aunque las paredes y tubos giraban a su alrededor como todas las huestes celestiales, Roña no podía bailarle en la cara su danza derviche.
Poco después despertó, sobrio y lamentando esa sobriedad. Yacía entre sábanas frescas. Al observar cómo el sol de la mañana atravesaba las ventanas, sentía que el cerebro se le astillaba en añicos. Su estómago hacía espasmódicos intentos para brincar y abrirse paso por la garganta inflamada.
Con el despertar advirtió tres cosas: "Los dolores de mañana" ciertamente le afligían; la aureola todavía se reflejaba en el espejo de la cómoda; y ahora comprendía las palabras de despedida del ángel.
Lanzó un furioso gruñido triple. El dolor de cabeza pasaría, pero la aureola no. Sólo el pecado podía hacerle indigno de ella, pero esa reluciente protección lo distinguía de otros hombres. Todos sus actos debían ser buenos. Sus obras, una ayuda para los hombres. ¡No podía pecar!

miércoles, 3 de enero de 2024

Recuento de lecturas 2023

Mal año para ser lectora. Proyectos paralelos y asuntos personales demandaron mucho de mi tiempo. 
Acá la lista. No incluye los artículos de diversos temas estudiados durante el año ni el centenar de cuentos leídos mientras rastreaba algunos para publicarlos en mi blog Relatos de ciencia ficción


El paraíso perdido (John Milton)
El país de las sombras largas (Hans Ruesch)
Cuentos completos de Philip K. Dick, volumen 5: La cajita negra; comprende los relatos:
  • La cajita negra
  • La guerra con los fnuls
  • Artefacto precioso
  • Síndrome de alejamiento
  • Una odisea terrícola
  • Su cita será ayer
  • Combate sagrado
  • Podemos recordarlo todo por usted
  • Un juego sin azar
  • No por su encuadernación
  • La revancha
  • La fe de nuestros padres
  • La historia que pondrá fin a todas las historias para la antología de Harlan Ellison Dangerous Visions
  • La hormiga eléctrica
  • Cadbury, el castor necesitado
  • Algo para nosotros, temponautas
  • Las prepersonas
  • El ojo de la sibila
  • El día que el señor ordenador se cayó del árbol
  • La puerta de salida da adentro
  • Cadenas de aíre, redes de éter
  • Extraños recuerdos de la muerte
  • Espero llegar pronto
  • El caso Rautavaara
  • La mente aliénigena
Gringo viejo (Carlos Fuentes)
De repente, el último verano (Tennessee Williams)
Kraken acecha (John Wyndham)
La letra escarlata (Nataniel Hawthorne)


Historia del cine (Roman Gubern)
El marqués y el sodomita, Oscar Wilde ante la justicia (Merlin Holland)
Adán Buenosayres (Leopoldo Marechal)
Remedio para melancólicos (Ray Bradbury); comprende los relatos:
  • En una estación de buen tiempo
  • El dragón
  • Remedio para melancólicos
  • El fin del comienzo
  • El maravilloso traje de helado de crema
  • Sueño de fiebre
  • La componedora de matrimonios
  • El pueblo donde no viaja nadie
  • El aroma de la zarzaparrilla
  • Ícaro Montgolfier wright
  • La peluca
  • Eran morenos y de ojos dorados
  • La sonrisa
  • La primera noche de Cuaresma
  • Tiempo de partir
  • Todo el verano en un día
  • El regalo
  • El gran choque del último lunes
  • Los ratones
  • La costa en el crepúsculo
  • La ventana de color frutilla
  • El día que llovió para siempre
Hollywood Babilonia (Kenneth Anger)
2001: Una odisea espacial (Arthur C. Clarke)
Los niños de la estación del zoo (Christiane Felscherinow)
2010: Odisea 2 (Arthur C. Clarke)
Robin Hood (Walter Scott)
2061: Odisea 3 (Arthur C. Clarke)
Rojo y negro (Sthendal)
3001: Odisea final (Arthur C. Clarke)
Las cinco mujeres (Hallie Rubenhold)
Casanova (Stefan Zweig)
La papisa (Donna W. Cross)
Los Lisperguer y la Quintrala (Benjamín Vicuña Mackena)
Sherlock Holmes de Baker Street (W. S. Baring-Gould)
Los cuclillos de Midwich (John Wyndham)
Biografía de Edgar Allan Poe (Walter Lenning)


Leí mucho menos de lo que esperaba, aunque rescato haber por fin accedido a tres clásicos: El paraíso perdido y La letra escarlata, que tenía pendientes, y Rojo y negro, que necesitaba una urgente relectura.
En ciencia ficción, el ciclo de Odisea espacial de Arthur C. Clarke resultó decepcionante para quien esperaba más de lo visto en el filme de Stanley Kubrick. Por el contrario, las dos novelas de John Wyndham, Kraken acecha y Los cuclillos de Midwich, sólo reafirmaron mi admiración hacia el escritor británico. 
El ensayo biográfico Las cinco mujeres fue una agradable sorpresa; al fin podemos saber quiénes fueron realmente las desdichadas víctimas del Destripador más allá del infamante mito. 


Los 5 que más me gustaron
1) La letra escarlata (Nathaniel Hawthorne)
2) Los niños de la estación del zoo (Christiane Felscherinow)
3) Las cinco mujeres (Hallie Rubenhold)
4) El país de las sombras largas (Hans Ruesch)
5) El paraíso perdido (John Milton)

Los 5 que menos me gustaron
1) Robin Hood (Walter Scott)
2) El marqués y el sodomita, Oscar Wilde ante la justicia (Merlin Holland)
3) La papisa (Donna W. Cross)
4) Casanova (Stefan Zweig)
5) Historia del cine (Roman Gubern)

Conclusión: ¡Quiero leer más!

jueves, 10 de agosto de 2023

Dos años de blog: Cerrando etapas



En un par de días este blog cumplirá dos años activo. Será su segundo y último aniversario. 
Comencé este proyecto con mucha emoción e interés, pero ambos se han ido diluyendo en el camino. ¿Razones? Varias muy diferentes: Dificultad para redactar, falta de tiempo, cambio de intereses, nuevos proyectos...
Han sido dos años de aprendizaje y desafío. Me he ilustrado lo suficiente en el trayecto y estoy más que lista para nuevos retos.
Agradezco a quienes leyeron este blog y a mis dos suscriptores; gracias por su apoyo, chicos. 
Aunque oficialmente doy el blog por cerrado, seguirá aquí para lectura de quien pueda interesarse en él. Tampoco descarto la posibilidad de a futuro publicar alguna nueva entrada, aunque eso no significará una reactivación del sitio. 

Hasta siempre, gente.

Isabel Carrasco.

jueves, 3 de agosto de 2023

La hija de Lilit (Anatole France - Cuento completo)


Había salido de París la víspera por la noche y había pasado en un rincón de un vagón una larga y muda noche de nieve. Esperé seis horas mortales en X y hasta la tarde no encontré una tartana de campesino que me condujera a Artigues. La planicie, cuyos pliegues se levantan y se allanan alternativamente a ambos lados de la carretera y que yo había contemplado antes risueña al sol, estaba ahora cubierta por una espesa capa de nieve sobre la que se retorcían los negros pies de viña. Mi guía azuzaba débilmente su viejo caballo y caminábamos envueltos en un silencio infinito desgarrado a intervalos por el grito doliente de algún pájaro. 
Triste hasta el extremo, musité en mi corazón esta oración: "Dios mío, Dios de misericordia, líbrame de la desesperación y no me dejes cometer, después de tantas otras faltas, el único pecado que Tú no perdonarías". Entonces vi el sol, rojo y sin rayos, descender por el horizonte como una hostia ensangrentada y, recordando el divino sacrificio del Calvario, sentí que la esperanza entraba en mi alma. Las ruedas continuaron aún por un buen rato haciendo crujir la nieve. Finalmente, el carretero me indicó con la punta de su látigo el campanario de Artigues que emergía como una sombra entre la bruma rojiza.
—¡Ah!, pues —me dijo el hombre— ¿Va a alojarse en el presbiterio? ¿Conoce usted al señor párroco?
—Lo conozco desde la infancia. Era mi maestro cuando yo era estudiante.
—¿Sabe mucho de libros?
—Amigo mío, el señor párroco Safrac es tan sabio como virtuoso.
—Eso dicen. También dicen otra cosa.
—¿Qué dicen, amigo?
—Dicen lo que quieren y yo dejo que digan.
—Pero, ¿qué dicen?
—Hay algunos que piensan que el párroco es adivino y echa maleficios.
—¡Qué locura!
—Yo, señor, no digo nada. Pero si el señor Safrac no es un adivino que echa maleficios, ¿por qué lee libros, pues?
La tartana se detuvo delante del presbiterio. Dejé a aquel imbécil y seguí a la criada del párroco que me llevó hasta su patrón, a una sala en la que la mesa estaba preparada. Encontré al señor Safrac bastante cambiado después de los tres años que no lo había visto. Su alto cuerpo estaba encorvado. Su delgadez parecía excesiva. Dos ojos penetrantes lucían en su rostro demacrado. La nariz, que  parecía haberle crecido, descendía hasta la boca adelgazada. Caí en sus brazos y exclamé sollozando:
—¡Padre, padre! Vengo a verlo porque he pecado. Padre, mi antiguo maestro, usted cuya ciencia profunda y misteriosa asustaba a mi espíritu, pero que tranquilizaba mi alma mostrándome su corazón maternal, rescate a su hijo del borde del precipicio. ¡Mi único amigo, sálveme! ¡Ilumíneme, mi única luz!
Me abrazó, me sonrió con aquella exquisita bondad de la que me había dado tantas pruebas en mi primera juventud y, retrocediendo un paso como para verme mejor:
—¡Ah, adiós! —me dijo, saludándome al estilo de su región, pues el señor Safrac había nacido a orillas del Garona, en medio de esos vinos ilustres que parecen el emblema de su alma generosa y perfumada.
Después de haber enseñado la filosofía con brillantez en Bordeaux, en Poitiers y en París, había solicitado, como único favor, que le concedieran una humilde parroquia en la región en la que había nacido y en la que quería morir. Párroco de Artigues desde hace seis años, practica en este pueblo perdido la piedad más humilde y la ciencia más sublime.
—¡Ah, adiós!, hijo mío —repetía—. Para anunciarme su llegada me ha escrito una carta que me ha conmovido. ¿Es verdad que no ha olvidado a su viejo maestro?
Quise arrojarme a sus pies diciendo de nuevo: "¡Sálveme! ¡sálveme!". Pero él me detuvo con un gesto a la vez imperioso y suave.
—Ary —me dijo—, ya me dirá mañana lo que tenga que decirme. Ahora, caliéntese. Luego cenaremos pues imagino que debe tener mucho frío y hambre.
La criada trajo a la mesa una sopera de la que se desprendía una columna de vapor oloroso. Era una anciana cuyos cabellos estaban ocultos bajo un pañuelo negro y que, sobre su rostro arrugado, mezclaba extrañamente la belleza del tipo y la fealdad de la decrepitud. Yo me encontraba profundamente trastornado; no obstante, la paz de aquella santa casa, la alegría del fuego de sarmientos, del mantel blanco, del vino servido y de los platos humeantes penetraron poco a poco en mi alma. Mientras comía, olvidé casi que había acudido al hogar de aquel sacerdote a transformar la aridez de mis remordimientos en el rocío fecundo del arrepentimiento. El señor Safrac me recordó las horas ya lejanas que nos habían reunido bajo el techo del colegio en el que enseñaba filosofía.
—Ary, —me dijo— usted era mi mejor alumno. Su pronta inteligencia iba siempre más allá del pensamiento del maestro. Por eso me encariñé de inmediato con usted. Me gusta la valentía en un cristiano. La fe no debe ser tímida cuando la impiedad manifiesta una indomable audacia. La Iglesia ya no tiene nada más que corderos y necesita leones. ¿Quién le devolverá a los padres y doctores cuya mirada abarcaba todas las ciencias? La verdad es como el sol y necesita ojos de águila para contemplarla.
—¡Ah, señor Safrac! Usted posaba sobre todos los temas esa mirada audaz que nada deslumbra. Recuerdo que sus opiniones asustaban a veces incluso a sus compañeros a los que la santidad de su vida llenaba de admiración. Usted no temía las novedades. Así, por ejemplo, usted se inclinaba a admitir la pluralidad de mundos habitados.
Su mirada se encendió.
—¿Qué dirán los tímidos cuando lean mi libro? Ary, bajo este hermoso cielo, en esta región que Dios creó con un amor especial, he meditado, he trabajado. Usted sabe que conozco bastante bien el hebrero, el árabe, el persa y varias lenguas de la India. Sabe también que transporté aquí una biblioteca rica en manuscritos antiguos. He penetrado a fondo en el conocimiento de las lenguas y de las tradiciones del Oriente primitivo. Ese gran esfuerzo, con la ayuda de Dios, no quedará sin fruto. Acabo de terminar mi libro sobre los Orígenes que repasa y sostiene esa exégesis sagrada de la que la ciencia impía creía ver la ruina inminente. Ary, Dios ha querido, en su misericordiosa, que la ciencia y la fe se hayan reconciliado por fin. Para operar tal acercamiento, he partido de esta idea: La Biblia, inspirada por el Espíritu Santo, no dice nada más que la verdad, pero no dice todo lo que es verdad. Y ¿cómo lo iba a decir si lo que ella se propone como objetivo único es informarnos acerca de lo que es necesario para nuestra salvación eterna? Fuera de este propósito, no existe nada para ella. Su plan es tan sencillo como inmenso. Abarca la caída y la redención. Es la historia divina del hombre. Completa y limitada. Nada ha sido admitido en ella para satisfacer profanas curiosidades. Pero la ciencia impía no debe triunfar por más tiempo sobre el silencio de Dios. Ya es hora de decir: "No, la Biblia no ha mentido porque no lo haya revelado todo". Ésta es la verdad que yo proclamo. Con la ayuda de la geología, de la arqueología prehistórica, de las cosmogonías orientales, de los monumentos hititas y sumerios, de las tradiciones caldeas y babilónicas, de las antiguas leyendas conservadas en el Talmud, he afirmado la existencia de los preadanistas de los que el autor inspirado del Génesis no habla por la única razón de que su existencia no tenía relación alguna con la salvación eterna de los hijos de Adán. Es más, el examen minucioso de los primeros capítulos del Génesis me ha demostrado la existencia de dos creaciones sucesivas, separadas por un largo período, y en las que la segunda no es, por así decirlo, nada más que la adaptación de un cantón de la tierra a las necesidades de Adán y de su descendencia.


Se detuvo un segundo y prosiguió en voz baja con una gravedad realmente religiosa:
—Yo, Martial Safrac, sacerdote indigno, doctor en teología, sometido como hijo obediente a la autoridad de nuestra santa madre la Iglesia, afirmo con certeza absoluta —bajo la reserva expresa de la autoridad de nuestro santo padre el Papa y de los concilios— que Adán, creado a imagen de Dios, tuvo dos mujeres, siendo Eva la segunda.
Aquellas singulares palabras me sacaron poco a poco de mí mismo y les presté una extraña atención. Por lo que sentí algo de decepción cuando el señor Safrac, dejando caer los codos sobre la mesa, me dijo:
—Basta de este tema. Tal vez lea usted algún día mi libro que le instruirá al respecto. Para obedecer a un estricto deber, he tenido que someter esta obra a Monseñor y solicitar la aprobación de Su Eminencia. El manuscrito se encuentra en estos momentos en el arzobispado y espero de un momento a otro una respuesta que todo me hacer creer favorable. Mi querido hijo, pruebe estas setas de nuestros bosques y este vino de nuestras cosechas y dígame si esta región no es la segunda tierra prometida de la que la primera no era sino imagen y profecía.
A partir de ese momento, la conversación se hizo más familiar y giró en torno a nuestros recuerdos comunes.
—Sí, hijo mío, —me dijo el señor Safrac— usted era mi alumno predilecto. Dios permite las preferencias cuando están basadas en un juicio recto. Y sucedió que yo me percaté de inmediato de que en usted había madera de hombre y de cristiano. Y no es que no hubiera en usted grandes imperfecciones. Usted era desigual, inseguro, pronto a alterarse. Ardores aún secretos se incubaban en su alma. Yo le quería por su gran inquietud, lo mismo que quería a otro de mis alumnos por cualidades opuestas. Quería a Paul d’Ervy por la inquebrantable firmeza de su espíritu y de su corazón.
Al escuchar aquel nombre enrojecí, palidecí, me costó reprimir un grito y, cuando quise responder, me fue imposible hablar. El señor Safrac no pareció percatarse de mi turbación.
—Si no recuerdo mal, era su mejor compañero, —añadió—. Siguió íntimamente ligado a él, ¿verdad? Sé que entró en la carrera diplomática en la que se le augura un hermoso porvenir. Deseo que, en tiempos mejores, sea nombrado ante la Santa Sede. Tiene usted en él un amigo fiel y leal.
—Padre —respondí con esfuerzo—, mañana le hablaré de Paul d’Ervy y de otra persona.
El señor Safrac me dio un apretón de manos. Nos separamos y yo me retiré a la habitación que había mandado preparar para mí. En la cama perfumada de espliego, soñé que era aún niño y que, arrodillado en la capilla del colegio, admiraba las figuras femeninas, blancas y luminosas, que poblaban la tribuna cuando, de repente, una voz salida de una nube habló por encima de mi cabeza y dijo: "Ary, crees amarlas en Dios, pero es a Dios a quien amas en ellas".
Cuando me desperté a la mañana siguiente, encontré al señor Safrac de pie, junto a la cabecera de mi cama.
—Ary —me dijo—, venga a oír la misa que celebraré por usted. Al concluir el santo sacrificio estaré dispuesto a escuchar lo que tiene que decirme.
La iglesia de Artigues es un pequeño santuario de aquel estilo románico que florecía aún en Aquitania en el siglo XII. Al ser restaurarla hace veinte años, se le incorporó un campanario que no estaba previsto en el plano primitivo. Pero, dada su pobreza, al menos conservó su pura desnudez. 
Me uní, tanto como me lo permitía mi estado de ánimo, a las oraciones del celebrante; luego volví con él al presbiterio. Allí desayunamos un poco de pan con leche y después entramos en la habitación del señor Safrac.
Tras haber acercado una silla a la chimenea por encima de la cual hay un crucifijo colgado, me invitó a sentarme, se sentó él también y me hizo un gesto para que hablara. Fuera estaba nevando. Comencé:
—Padre, hace diez años que al salir de sus manos entré en el mundo. En él conservé la fe pero, desgraciadamente, no conservé la pureza. No necesito contarle toda mi existencia porque usted la conoce, usted mi guía espiritual, el único director de mi conciencia. Además, me urge llegar al acontecimiento que trastornó mi vida. El año pasado, mi familia había decidido casarme y yo había aceptado gustoso. La joven que me estaba destinada presentaba todas las ventajas que ordinariamente buscan los padres. Además, era bonita; me gustaba, de tal manera que en lugar de un matrimonio de conveniencia, iba a hacer un matrimonio por amor. Mi petición fue aceptada. Nos comprometimos. La felicidad y la paz de mi vida parecían aseguradas cuando recibí una carta de Paul d’Ervy que, de regreso de Constantinopla, me anunciaba su llegada a París y manifestaba gran deseo de verme. Corrí a su casa y le anuncié mi matrimonio. Él me felicitó cordialmente.
—Hermano —me dijo—, me alegro mucho de tu felicidad.
Le dije que contaba con que fuera mi testigo y aceptó de buen grado. La fecha de mi matrimonio estaba fijada para el 15 de mayo y él no debía reintegrarse a su puesto hasta primeros de junio.
—Todo va muy bien —le dije—. ¿Y tú…?
—¡Oh! yo —respondió con una sonrisa que expresaba a la vez alegría y tristeza—, yo… ¡qué cambio!… estoy loco… una mujer… Ary, soy  muy feliz o muy desgraciado. ¿Qué nombre puede dársele a la felicidad comprada a cambio de una mala acción? He traicionado, he dejado desolado a un excelente amigo… he raptado, allá en Constantinopla,  a la…
El señor Safrac me interrumpió:
—Hijo mío, suprima de su relato las faltas de otras personas y no nombre a nadie.
Prometí obedecer y proseguí:
—Apenas había terminado Paul de hablar cuando entró una mujer en la habitación. Era ella, sin duda: Vestida con una larga bata azul, parecía encontrarse en su casa. Le describiré en una sola palabra la terrible impresión que me produjo: No me pareció natural. Sé que este término es oscuro y no traduce bien mi pensamiento. Pero tal vez resulte más inteligible con la continuación de mi relato. En verdad, en la expresión de sus ojos dorados que, por momentos, lanzaban haces de chispas; en la curva de su boca enigmática, en el tejido de su carne a la vez oscura y luminosa; en el juego de las líneas de vivos contrastes y sin embargo armoniosas de su cuerpo; en la ligereza aérea de sus pasos; hasta en los brazos desnudos en los que parecía llevar atadas alas invisibles; en definitiva, en todo su ser ardiente y fluido, noté algo ajeno a la naturaleza humana, algo inferior y superior a la mujer tal y como Dios la ha hecho en su formidable bondad para que fuera nuestra compañera en esta tierra de exilio. Desde el momento en que la vi, un sentimiento surgió en mi alma y la llenó por completo: Sentí infinita repugnancia por todo lo que no fuera aquella mujer.
Al verla entrar, Paul había fruncido ligeramente el ceño; pero, cambiando de inmediato de expresión, trató de sonreír.
—Leila, le presento a mi mejor amigo.
Leila respondió:
—Conozco al señor Ary.
Estas palabras debían parecer extrañas puesto que no nos habíamos visto jamás; pero el tono con que las pronunció era más extraño aún. Si el cristal pensara, hablaría así.
—Mi amigo Ary —añadió Paul— se casa dentro de seis semanas.
Al oír esas palabras, Leila me miró y vi claramente que sus ojos dorados decían no.
Salí bastante perturbado y sin que mi amigo mostrara el menor deseo de retenerme. A lo largo de todo el día caminé al azar por las calles, con el corazón vacío y desolado; luego, encontrándome por casualidad por la tarde ante una floristería del bulevar, me acordé de mi prometida y entré para comprarle unas ramas de lilas blancas. Apenas tenía las flores entre los dedos, una mano menuda me las arrancó y vi a Leila que se iba riendo. Llevaba un vestido gris corto, una chaqueta también gris y un pequeño sombrero redondo. Aquel atuendo de parisina de viaje le sentaba —debo decirlo— todo lo mal posible a la belleza mágica de aquella criatura y en ella parecía una especie de disfraz. Fue al verla así, no obstante, cuando sentí que la amaba con un amor inextinguible. Quise alcanzarla pero se me escapó entre los transeúntes y los coches.
A partir de ese momento no viví más. Fui en reiteradas ocasiones a casa de Paul, sin ver a Leila. Él me recibía amistosamente, pero no me hablaba de ella. No teníamos nada que decirnos y me separaba de él con tristeza. Por fin, un día el criado me dijo: 
—El señor Paul ha salido —Y añadió—: ¿Desea usted hablar con la señora?
Contesté sí. ¡Oh, padre! esta palabra, esta pequeña palabra, ¿qué lágrimas de sangre podrán expiarla jamás? Entré. La encontré en el salón, recostada en un diván, con un vestido amarillo como el oro, bajo el que había escondido sus pies. La vi… No, ya no veía. Mi garganta se había quedado seca de repente y no podía hablar. Un perfume de mirra y de plantas aromáticas que procedía de ella me embriagó de languidez y de deseos, como si todos los perfumes del místico Oriente hubieran penetrado a la vez en mi nariz estremecida. No, aquélla no era una mujer natural, pues nada humano se transparentaba en ella; su rostro no expresaba ningún sentimiento bueno o malo, salvo el de una voluptuosidad a la vez sensual y celestial. Sin duda observó mi turbación pues me preguntó con una voz más pura que el canto de los arroyos en los bosques:
—¿Qué le ocurre?
Me arrojé  sus pies y exclamé entre lágrimas:
—La amo apasionadamente.
Entonces ella abrió los brazos; luego, paseando sobre mí la mirada de sus ojos voluptuosos y cándidos:
—¿Por qué no lo ha dicho usted antes, amigo mío?
¡Hora sin nombre! Abracé a Leila. Y me pareció que, conducidos juntos al mismo cielo, lo llenábamos por completo. Sentí que me hacía igual a Dios, y creí poseer en mi seno toda la belleza del mundo y todas las armonías de la naturaleza, las estrellas y las flores, y los bosques que cantan, y los ríos y los mares profundos. Había puesto el infinito en un beso…
Al oír estas palabras, el señor Safrac, que me escuchaba desde hacía ya unos instantes con visible impaciencia, se levantó y, de pie junto a la chimenea, tras haberse levantado la sotana hasta las rodillas para calentarse las piernas, me dijo con una severidad que se aproximaba al desprecio:
—Es usted un miserable blasfemo y, lejos de detestar sus crímenes, no los confiesa sino para su orgullo y deleite. No le escucho más.
Al oírlo, lloré amargamente y le pedí perdón. Reconociendo que mi humildad era sincera, me autorizó a proseguir mi confesión, pero con la condición de no complacerme en ella. Retomé mi relato como sigue, con intención de abreviarlo al máximo:
—Padre, dejé a Leila desgarrado por los remordimientos. Pero desde el día siguiente ella vino a mi casa y comenzó una vida que me destrozó de delicias y torturas. Estaba celoso de Paul al que había traicionado y sufría cruelmente. Creo que no hay mal más envilecedor que los celos, ni nada que llene el alma de imágenes más odiosas. Leila ni siquiera se dignaba mentir para aliviarme. Además, su conducta era inconcebible. No olvido con quien estoy hablando y me guardaré mucho de ofender los oídos del más venerable de los sacerdotes. Diré sólo que Leila parecía ajena al amor que me dejaba tomar. Pero había esparcido en mi ser todos los venenos de la voluptuosidad. No podía pasar sin ella y temblaba al pensar en perderla. Leila estaba absolutamente desprovista de lo que llamamos sentido moral. No hay que pensar por ello que se mostrara perversa o cruel. Al contrario, era dulce y llena de piedad. Tampoco carecía de inteligencia, pero su inteligencia no era de la misma naturaleza que la nuestra. Hablaba poco y se negaba a contestar a cualquier pregunta que se le hiciera acerca de su pasado. No sabía nada de lo que nosotros sabemos. Por el contrario, sabía muchas cosas que nosotros ignoramos. Habiendo sido educada en Oriente, conocía todo tipo de leyendas indias y persas que contaba con voz monótona pero con una gracia infinita. Al oírla contar la encantadora aurora del mundo, habríase dicho que era contemporánea de la juventud del universo. Un día se lo hice notar. Ella contestó sonriendo:
—Soy vieja, es verdad.


El señor Safrac, aún de pie delante de la chimenea, desde hacía un rato se inclinaba hacia mí con una actitud de intensa atención.
—Continue —me dijo.
—Varias veces, padre, le pregunté a Leila por su religión. Me contestó que no tenía, ni necesidad de tenerla; que su madre y sus hermanas eran hijas de Dios y que, pese a ello, no estaban ligadas a él por ningún culto. Llevaba al cuello un medallón lleno de arcilla roja, que decía haber recogido piadosamente por amor a su madre.
Apenas había pronunciado estas palabras, el señor Safrac, pálido y tembloroso, dio un salto, me oprimió un brazo y gritó:
—¡Decía la verdad! Ya sé, ya sé quién era esa criatura. Ary, su instinto no lo engañaba. No era una mujer. ¡Termine, termine, se lo ruego!
—Ya he terminado casi, padre. Desafortunadamente, por el amor de Leila había roto mi solemne compromiso matrimonial y había traicionado a mi mejor amigo. Había ofendido a Dios. Al conocer la infidelidad de Leila, Paul enloqueció de dolor. La amenazó con matarla, pero ella le contestó dulcemente:
—Inténtelo, amigo mío; me gustaría morir, pero no puedo.
Durante seis meses se entregó a mí; luego, una mañana me anunció que regresaba a Persia y que no me vería más. Lloré, gemí, exclamé: 
—¡No me has amado nunca!
 Ella contestó con dulzura:
—No, amigo mío. ¿Pero cuántas mujeres, que no lo han amado más, le han dado lo que usted ha recibido de mí? Debe estarme agradecido. Adiós.
—Permanecí dos días entre el furor y la estupidez. Luego, pensando en la salvación de mi alma, corrí hacia usted, padre. Aquí me tiene: Purifique, levante, fortalezca mi corazón. ¡Aún la amo!
Dejé de hablar. El señor Safrac seguía pensativo, con la frente apoyada en una mano. Luego rompió el silencio:
—Hijo mío, lo que me ha contado confirma mis grandes descubrimientos. Basta para confundir la soberbia de nuestros modernos escépticos. Escúcheme. Vivimos hoy en medio de prodigios, como los primeros hombres. ¡Escuche, escuche! Adán, como ya le he dicho, tuvo una primera mujer de la que la Biblia no habla, pero que el Talmud nos da a conocer. Se llamaba Lilit. No fue formada a partir de una de sus costillas, sino de la arcilla roja de la que él mismo estaba hecho, no era carne de su carne. Se separó voluntariamente de él. Él vivía aún en la ignorancia cuando ella lo dejó para irse a esas regiones en las que los persas se establecieron muchos años después y donde habitaban entonces los preadanistas, más inteligentes y más bellos que los hombres. Por lo tanto no participó en la falta de nuestro primer padre y no fue manchada por el pecado original. Por lo que escapó a la maldición pronunciada contra Eva y su descendencia. Está exenta del dolor y de la muerte; y dado que no tiene alma que salvar, es incapaz de mérito como de demérito. Haga lo que haga, no hace ni bien ni mal. Las hijas que tuvo de un himeneo misterioso, son inmortales como ella y, como ella, libres en sus actos y en sus pensamientos, puesto que no pueden ganar ni perder ante Dios. Hijo mío, lo reconozco por signos inequívocos, la criatura que le hizo caer, la tal Lelia, era una hija de Lilit. Rece, mañana escucharé su confesión.
Permaneció pensativo por un momento, luego, sacando un papel del bolsillo, prosiguió:
—Anoche, después de haberle deseado a usted buenas noches, recibí del cartero, que se había retrasado por la nieve, una carta dolorosa. El señor primer vicario me escribe que mi libro ha entristecido a Monseñor y ensombrecido por adelantado en su alma las alegrías del Carmelo. Mi escrito, añade, está lleno de proposiciones temerarias y de opiniones condenadas ya por los doctores. Su Eminencia no estaría dispuesto a aprobar esas lucubraciones malsanas. Eso es lo que me han escrito. Pero le contaré a Monseñor su aventura. Le demostraré que Lilit existe y que no estoy soñando.
Le rogué al señor Safrac que me escuchara un momento más:
—Padre, al marcharse Leila me dejó  una hoja de ciprés sobre la que hay grabados con la punta de un estilete unos caracteres que no puedo leer. Mire esta especie de amuleto…
El señor Safrac cogió la ligera viruta que le tendía, la examinó atentamente y luego dijo:
—Esto está escrito en la lengua persa de la época de máximo esplendor y se traduce sin esfuerzo: «Oración de Leila, hija de Lilit: Dios mío, prométeme la muerte con el fin de que saboree la vida. Dios mío, dame el remordimiento con el fin de que encuentre el placer. Dios mío, ¡hazme semejante a las hijas de Eva!»

FIN