Apenas se podría culpar al ángel más joven por el error. Le habían dado una aureola flamante y brillosa, y le habían señalado el planeta en cuestión. Él había obedecido incondicionalmente, muy orgulloso de la responsabilidad. Era la primera vez que al ángel más joven le encomendaban otorgar la santidad a un humano.
Así que descendió a la Tierra, localizó Asia y se detuvo ante la boca de una caverna que bostezaba en la ladera de un pico del Himalaya. Entró en la caverna, el corazón desbocado de excitación, dispuesto a materializarse y dar al lama sagrado la bien ganada recompensa. Durante diez años el asceta tibetano Kai Yung había permanecido inmóvil, pensando pensamientos sagrados. Durante más de diez años había vivido en la cúspide de una columna, sumándose más méritos. Y en la última década había vivido como ermitaño en esta caverna, desdeñando las cosas mundanas. El ángel más joven cruzó el umbral y se detuvo con un jadeo de asombro.
Obviamente se había equivocado de lugar. Un abrumador aroma a sake fragante le penetró las fosas nasales, y miró azorado al hombrecillo marchito y borracho que se acuclillaba feliz junto al fuego mientras asaba un trozo de carne de cabra. ¡Un antro de iniquidad!
Naturalmente, el ángel más joven, que conocía poco de las cosas del mundo, no podía entender qué había despojado al lama de la gracia. El gran cuenco de sake que alguien había dejado ante la boca de la caverna con equívoca piedad era una ofrenda. El lama había probado, y había vuelto a probar. Y a esta altura por cierto ya no era un candidato apropiado para la santidad.
El ángel más joven titubeó. Las instrucciones eran explícitas. Pero sin duda este réprobo borracho no podía ser el destinatario de una aureola. El lama hipó ruidosamente y tomó otro tazón de sake, lo cual terminó de decidir al ángel, que desplegó las alas y se marchó con aire de dignidad ofendida.
Ahora bien, en un estado del Medio Oeste de Estados Unidos hay un pueblo llamado Tibbett. ¿Quién puede culpar al ángel de descender allí y descubrir, tras una breve búsqueda, a un hombre aparentemente apto para la santidad, cuyo nombre, según lo declaraba la puerta de su pequeño hogar suburbano, era K. Young?
—Habré entendido mal —pensó el ángel más joven—. Dijeron que era Kai Yung. Pero éste es Tibbett, sin duda. Él debe ser el hombre. En todo caso, parece bastante puro.
»Bien, allá va. Veamos, ¿dónde está esa aureola?
El señor Young estaba sentado en el borde de la cama, la cabeza gacha, pensando. Un espectáculo deprimente. Al fin se levantó y se vistió. Luego se afeitó y lavó y peinó y bajó las escaleras para desayunar.
Jill Young, su esposa, estaba sentada leyendo el diario y bebiendo zumo de naranjas. Era una mujer menuda, bastante joven y muy bonita que había renunciado a comprender la vida hacía mucho tiempo. Había llegado a la conclusión de que era excesivamente complicada; continuamente ocurrían cosas raras. Lo mejor era hacer de espectador y dejarlas suceder. Como resultado de su actitud, conservaba la hermosa cara sin arrugas y añadía numerosas canas a la cabeza del marido.
Enseguida habrá más referencias a la cabeza del señor Young. Desde luego, había sido transfigurada durante la noche. Pero todavía no lo había advertido, y Jill bebía zumo de naranjas y aprobaba plácidamente el sombrero estrafalario de un aviso comercial.
—Hola, Roña —dijo Young—. Buenos días.
No se dirigía a la esposa. Un scotch terrier pequeño e impulsivo acababa de aparecer y correteaba histéricamente alrededor de los pies del amo, y cuando el hombre le tiraba de las orejas peludas caía en ataques de locura absoluta. El impulsivo animal inclinó la cabeza sobre la alfombra y patinó por la habitación apoyado en el hocico, soltando sofocados chillidos de placer. Cuando por fin se hartó de esto, el scotch terrier, que se llamaba Roña McFastidio, se puso a chocar la cabeza contra el suelo con el aparente propósito de destrozarse los sesos.
Young ignoró ese cotidiano espectáculo. Se sentó, desplegó la servilleta y examinó la comida. Con un ligero gruñido aprobatorio se puso a comer.
Notó que la esposa le observaba con una expresión extraña y distante. Se apresuró a pasarse la servilleta por los labios. Pero Jill seguía mirándole. Young se examinó el pecho de la camisa. Estaba, ya que no inmaculado, libre al menos de jirones de tocino o manchas de huevo. Miró a su esposa, y comprendió que ella observaba un punto por encima de la cabeza de él. Miró hacia arriba.
Jill se sobresaltó ligeramente.
—Kenneth —susurró—. ¿Qué es eso?
Young se alisó el cabello.
—Eh… ¿Qué, querida?
—Eso que tienes sobre la cabeza.
El hombre se exploró el cráneo con los dedos.
—¿La cabeza? ¿A qué te refieres?
—Brilla —explicó Jill—. ¿Qué diablos te has hecho?
El señor Young se irritó un poco.
—No me he hecho nada… La calvicie nos llega a todos.
Jill frunció el ceño y bebió zumo de naranjas. Alzó cautamente los ojos fascinados.
—Kenneth —dijo por fin—, quisiera que tú…
—¿Qué…?
Ella señaló un espejo en la pared.
Con un gruñido de disgusto Young se levantó y enfrentó la imagen del espejo. Al principio no vio nada anormal. Era la misma cara que los espejos le mostraban desde hacía años. No sería una cara extraordinaria —no de las que se señalan con orgullo diciendo: Miren. Mi cara—, pero tampoco era, por cierto, uno de esos semblantes que causan consternación. Una cara ordinaria, limpia, bien rasurada y rosada. Una prolongada relación con ella había inspirado al señor Young un sentimiento de tolerancia, sino de franca admiración.
Pero coronada por una aureola adquiría un aire perturbador.
La aureola colgaba en el aire a unos quince centímetros de la cabeza. Medía tal vez veinte centímetros de diámetro, y parecía un aro reluciente, luminoso, de luz blanca. Era impalpable; Young le pasó varias veces las manos, atónito.
—Es una… aureola —articuló por fin, y se volvió hacia Jill.
El terrier, Roña McFastidio, reparó por primera vez en ese adorno. Le interesó muchísimo. Desde luego no sabía qué era, pero siempre cabía la posibilidad de que fuera comestible. No era un perro muy brillante.
Roña se irguió y gimoteó. Lo ignoraron. Ladrando estrepitosamente, brincó hacia adelante y trató de escalar el cuerpo del amo en un desesperado intento por apoderarse de la aureola. Ya que la aureola no hacía ningún movimiento hostil, sería sin duda una presa fácil.
Young se defendió, aferró al terrier por la cerviz y se lo llevó aullante a otra habitación, donde lo dejó. Luego regresó y miró nuevamente a Jill.
—Los ángeles llevan aureola —observó ella, por fin.
—¿Tengo aspecto de ángel? —preguntó Young—. Es una manifestación… científica. Como… Como esa chica cuya cama brincaba de un lado al otro. Tú lo has leído.
Jill lo había leído.
—Lo hacía con los músculos.
—Bueno, yo no —dijo rotundamente Young—. ¿Cómo habría de hacerlo? Es científico. Muchas cosas tienen brillo propio.
—Oh, sí. Los hongos venenosos.
El hombre torció la cara y se frotó la cabeza.
—Gracias, querida. Supongo que te das cuenta de que no estás colaborando en nada.
—Los ángeles tienen aureola —dijo Jill con una especie de terrible obstinación. Young se miró de nuevo en el espejo.
—Querida, ¿te importaría callarte un rato? Tengo un susto del demonio, y tú no eres precisamente alentadora.
Jill rompió a llorar, salió de la cocina, y poco después se le oyó hablar en voz baja con Roña.
Young terminó el café, pero no le encontró gusto. No estaba tan atemorizado como había dicho. El fenómeno era extraño, inquietante, pero de ningún modo terrible. Unos cuernos, tal vez, le habrían causado horror y consternación, pero una aureola… El señor Young leía los suplementos dominicales de los diarios, y había aprendido que todo lo estrambótico podía ser atribuido a los extravagantes trabajos de la ciencia. En alguna parte había oído que toda la mitología está basada en hechos científicos. Esto le consoló hasta que se preparó para ir a la oficina.
Se puso un sombrero hongo; lamentablemente la aureola era muy amplia, el sombrero parecía tener dos alas, la de arriba blanca y resplandeciente.
—¡Diantres! —exclamó Young con franca irritación. Buscó en el armario y se probó un sombrero tras otro. Ninguno tapaba la aureola. Por cierto que no podría subir al autobús atestado en esas condiciones.
Un objeto peludo y grande le llamó la atención. Lo recogió y lo examinó con disgusto. Era un sombrero deforme, gigantesco y lanudo, parecido a un chacó, que una vez había formado parte de un disfraz. El traje en sí había desaparecido hacía tiempo, pero el sombrero había quedado para comodidad de Roña, que a veces se recostaba en él.
Pero ocultaría la aureola… De mala gana, Young se puso esa monstruosidad en la cabeza y se acercó al espejo. Una mirada era suficiente. Articulando una breve plegaria, abrió la puerta y huyó.
Elegir entre dos males es con frecuencia difícil. Más de una vez, durante el pesadillesco viaje al centro, Young se arrepintió de su elección. Pero le costaba decidirse a quitarse el sombrero y pisotearlo, aunque se moría por hacerlo. Acurrucado en un rincón del autobús, se empeñaba en contemplarse las uñas y deseaba estar muerto. Oía bisbiseos y risas ahogadas, y sentía las miradas exploratorias que le sondeaban la cabeza gacha.
Un niñito desgarró el tejido cicatricial del corazón de Young y escarbó la herida abierta con dedos rosados e inmisericordes.
—Mamá —dijo en voz alta el niñito—. Mira qué gracioso.
—Sí, amor —dijo una voz de mujer—. Cállate.
—¿Qué tiene en la cabeza? —preguntó la criatura. Hubo una pausa muy significativa.
—Bueno, realmente no sé —dijo al fin la mujer con voz de asombro.
—¿Para qué se lo puso?
No hubo respuesta.
—¡Mamá!
—Sí, amor.
—¿Está chiflado?
—Cállate —dijo la mujer evitando responderle.
—¿Pero qué es?
Young no aguantó más. Se levantó y se abrió paso dignamente en el autobús, los ojos vidriosos y ciegos. De pie frente a la puerta, desvió la cara de la mirada fascinada del cobrador.
Cuando el autobús llegaba a la parada, Young sintió que le tomaban el brazo. Se volvió. La madre del niño estaba frente a él con el ceño fruncido.
—¿Sí? —preguntó Young con voz cortante.
—Es Billy —dijo la mujer—. Trato de no ocultarle nada. ¿Le importaría decirme qué se ha puesto usted en la cabeza?
—Es la barba de Rasputín —vociferó Young—. Me la dejó como herencia.
Saltó del autobús ignorando una nueva pregunta de la perpleja mujer, y trató de perderse en la multitud.
Fue difícil. Ese notable sombrero intrigaba a muchos. Pero afortunadamente Young estaba a pocas calles de la oficina, y por fin, jadeando roncamente, subió al ascensor, clavó una mirada asesina en el ascensorista y dijo:
—Piso noveno.
—Disculpe, señor Young —dijo tímidamente el joven—. Tiene algo en la cabeza.
—Lo sé —replicó Young—. Yo mismo me lo he puesto.
Esto pareció dar por terminada la cuestión. Pero cuando el pasajero bajó, el ascensorista sonrió de oreja a oreja. Minutos más tarde, al encontrar a un portero, le dijo:
—¿Conoces al señor Young? El fulano…
—Lo conozco. ¿Por qué?
—Totalmente borracho.
—¿Él? Estás loco.
—Hecho un cuero —declaró el joven—. Dios me libre…
Entretanto, el santificado señor Young se dirigía a la oficina del doctor French, un médico al que conocía de vista pues trabajaba en el mismo edificio. No tuvo que esperar mucho. La enfermera, tras echar una mirada perpleja al notable sombrero, entró en el consultorio y casi de inmediato reapareció para hacer entrar al paciente.
El doctor French, un hombre corpulento y fofo de bigote lustroso y amarillo, saludó a Young casi efusivamente.
—Adelante, adelante. ¿Cómo está hoy? Ningún problema, espero. Alcánceme el sombrero, por favor.
—Espere —dijo Young, eludiendo al médico—. Antes, deje que le explique. Tengo algo en la cabeza.
—¿Corte, magulladura o fractura? —preguntó el poco imaginativo doctor—. Le curaré en un santiamén.
—No estoy enfermo —dijo Young—. Espero que no, al menos. Tengo una… eh, una aureola.
—Ja, ja —festejó el doctor French—. Una aureola, ¿eh? No creo que su bondad llegue a tanto…
—¡Oh, al cuerno! —barbotó Young y se sacó el sombrero; el doctor retrocedió un paso y luego, interesado, se acercó y trató de palpar la aureola, pero no pudo.
—Maldita sea mi… Qué raro —dijo por fin—. Parece una aureola de veras, ¿no?
—¿Qué es? Eso es lo que quiero saber.
French titubeó. Se atusó el bigote.
—Bien, en realidad no está dentro de mi especialidad. Un físico podría… No. Quizá Mayo’s. ¿Se lo puede quitar?
—Claro que no. Ni siquiera se puede tocar.
—Ah, entiendo. Bueno, me gustaría contar con la opinión de algunos especialistas. Entretanto, déjeme ver…
Irrumpieron enfermeros y enfermeros. El corazón, la temperatura, la presión, la sangre, la saliva, la orina y la epidermis de Young fueron analizados y aprobados.
—Goza de excelente salud —dijo por fin el doctor—. Venga mañana a las diez. Llamaré a otros especialistas.
—Usted… eh, ¿podrá librarme de esto?
—Oh, todavía no conviene intentarlo. Obviamente es una forma de radiactividad. Quizá sea necesario un tratamiento de radio…
Young dejó al hombre farfullando sobre rayos alfa y gamma. Abatido, se puso el extraño sombrero y bajó a su oficina.
La Agencia de Publicidad Atlas era la más tradicionalista de todas las agencias de publicidad. Dos hermanos de patillas blancas habían inaugurado la firma en 1820, y la compañía parecía usar todavía respetables patillas mentales. Los cambios irritaban al directorio, que sólo en 1938 se había convencido de que la radio estaba destinada a perdurar y había aceptado contratos para irradiar avisos. Una vez un joven vicepresidente fue despedido por usar corbata roja.
Young entró sigilosamente en la oficina. Estaba desierta. Se deslizó en la silla detrás del escritorio, se quitó el sombrero y lo miró con odio. Le parecía aún más detestable que al principio. Se estaba deshilachando, y para colmo despedía el perfume tenue pero inequívoco de un perro sucio.
Tras examinar la aureola y comprobar que aún seguía firmemente instalada en su lugar, Young se puso a trabajar. Pero las diosas del destino se habían ensañado con él, pues enseguida la puerta se abrió y entró Edwin G. Kipp, el presidente de Atlas. Young apenas tuvo tiempo de agachar la cabeza bajo el escritorio y esconder la aureola.
Kipp era un sujeto menudo, atildado y decoroso que usaba impertinentes y barba puntiaguda con el aire de un pez engreído. Hacía tiempo que la sangre se le había metamorfoseado en amoníaco. Le rodeaba un aura, ya que no de belleza, de conservadurismo gris y casi visible.
—Buenos días, señor Young —dijo—. Eh… ¿Es usted?
—Sí —dijo el invisible Young—. Buenos días. Me estoy atando los cordones de los zapatos.
La única respuesta de Kipp consistió en un carraspeo casi inaudible. Pasó el tiempo. El escritorio callaba.
—Eh… ¿Señor Young?
—Todavía… estoy aquí —dijo el desdichado Young—. Ya están atados. Los cordones, quiero decir. ¿Me necesita?
—Sí.
Kipp esperó con creciente impaciencia. Young no manifestaba intenciones de incorporarse. El presidente consideró la posibilidad de acercarse al escritorio y atisbar debajo. Pero la imagen mental de una conversación entablada en postura tan grotesca era ultrajante. Simplemente desistió y le dijo a Young lo que quería.
—Acaba de telefonear el señor Devlin. Llegará enseguida —comentó Kipp—. Desea que le muestren el pueblo, según su propia expresión.
El invisible Young asintió. Devlin era uno de los mejores clientes. O mejor dicho, lo había sido hasta el año anterior, cuando de pronto comenzó a tratar con otra empresa para disgusto de Kipp y el directorio.
El presidente continuó:
—Me dijo que no estaba seguro respecto del nuevo contrato. Había planeado dárselo a World, pero me he carteado con él y sugirió que tal vez convenga una discusión personal. De modo que visitará nuestra ciudad. Y desea… hmmm, echar una ojeada —Kipp se puso confidencial—. Añadiré que el señor Devlin me explicó con bastante claridad que prefiere una firma menos tradicionalista. "Aburrida" fue el término que usó. Cenará conmigo esta noche, y yo intentaré convencerle de que nuestros servicios serán valiosos. No obstante… —Kipp carraspeó otra vez—, no obstante, la diplomacia es importante, desde luego. Apreciaría que usted entretuviera hoy al señor Devlin.
El escritorio, que había guardado silencio durante la alocución, gimió por fin, convulsivamente.
—Estoy enfermo. No puedo…
—¿Se siente mal? ¿Quiere que llame a un médico?
Young se apresuró a rechazar la oferta, pero permaneció oculto.
—No, yo… pero me refiero a…
—Se comporta usted del modo más extravagante —dijo Kipp con loable contención—. Hay algo que usted debería saber, señor Young. Aún no tenía intenciones de decírselo, pero… sea como fuere, el directorio ha reparado en usted. Hemos discutido durante la última reunión, y resolvimos ofrecerle una vicepresidencia en la casa.
El escritorio quedó mudo de sorpresa.
—Usted se ha comportado irreprochablemente durante quince años —dijo Kipp—. Su persona jamás fue asociada con ningún escándalo. Le felicito, señor Young.
El presidente se adelantó extendiendo la mano. Un brazo emergió desde abajo del escritorio, estrechó el de Kipp y desapareció apresuradamente.
No ocurrió nada más. Young se obstinaba en permanecer en su santuario. Kipp comprendió que, a menos que le sacara a la rastra, no podría tener una visión completa de Kenneth Young por el momento. Se retiró con un carraspeo admonitorio. El desdichado Young se levantó, gesticulando para distender sus músculos entumecidos. En buena se había metido. ¿Cómo divertiría a Devlin llevando aureola? Y era vital divertir a Devlin. De lo contrario, la elusiva vicepresidencia se le escurriría de inmediato. Young sabía demasiado bien que los empleados de la Agencia de Publicidad Atlas hollaban sendas de tribulación.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la brusca aparición de un ángel sobre la biblioteca. No era una biblioteca muy alta, y el visitante sobrenatural estaba tranquilamente sentado, meciendo los talones y encogiendo las alas. Una exigua túnica de seda blanca constituía toda su indumentaria de ángel, además de una aureola brillante que a Young le causó náuseas de sólo verla.
—Esto es el acabóse —dijo, conteniéndose rígidamente—. Una aureola puede ser efecto de hipnotismo masivo. Pero si empiezo a ver ángeles…
—No temas —dijo el otro—. Soy real.
Young le miró con ojos desorbitados.
—¿Y cómo lo sabré? Obviamente estoy hablando con el aire. Es esquizoalgo. Lárgate.
El ángel arqueó los dedos de los pies con embarazo.
—No puedo, todavía no. Lo cierto es que he cometido un error serio; habrás notado que tienes una pequeña aureola, ¿verdad…?
Young soltó una risita amarga.
—Oh sí. Claro que lo he notado.
Antes que el ángel pudiera replicar se abrió la puerta. Kipp se asomó, vio que Young estaba conversando, murmuró unas excusas y salió.
El ángel se rascó los rizos dorados.
—Bien. Tu aureola estaba destinada a otra persona… Un lama tibetano, para ser exactos. Pero cierta concatenación de circunstancias me indujo a creer que tú eras el candidato a santo. Así es que… —el visitante abrió los brazos.
Young estaba desconcertado.
—Yo no…
—El lama… Bien, pecó. Ningún pecador puede llevar aureola. Y, como digo, te la he dado a ti por error.
—¿Entonces puedes quitármela? —Un asombrado deleite alteró la expresión de Young. Pero el ángel alzó una mano benévola.
—No temas. He consultado con el ángel administrador. Has llevado una vida intachable. Como recompensa, se te permitirá conservar la aureola de santidad.
Young se levantó horrorizado, braceando débilmente como si nadara.
—Pero… Pero… Pero…
—La paz y la bendición sean contigo —dijo el ángel, y desapareció.
Young se desplomó en la silla y se masajeó la frente dolorida. Simultáneamente la puerta se abrió y apareció Kipp en el umbral. Por fortuna, las manos de Young alcanzaron a tapar a tiempo la aureola.
—Ha llegado el señor Devlin —dijo el presidente—. Eh… ¿Quién era el de la biblioteca?
Young estaba demasiado abrumado para inventar mentiras creíbles.
—Un ángel —musitó.
Kipp cabeceó satisfecho.
—Sí, claro… ¿Qué? Un ángel, dice usted… ¿Un ángel? ¡Oh, cielo santo! —El hombre palideció y se marchó presurosamente.
Young contempló su sombrero. El objeto yacía todavía en el escritorio, algo amedrentado por la mirada amenazante del dueño. Ir por la vida con una aureola puesta era apenas menos soportable que llevar siempre puesto ese sombrero aborrecible. Young descargó un puñetazo airado en el escritorio.
—¡No lo soportaré! Yo… Yo no tengo… —se interrumpió de golpe, y le brillaron los ojos—. Seré… ¡Eso es! No tengo que soportarlo. "Ningún pecador puede llevar aureola". ¡Seré un pecador, pues! Infringiré todos los Mandamientos.
La cara de Young se transformó en una máscara de maldad absoluta.
Reflexionó. En ese momento no podía recordar cuáles eran. "No codiciarás a la mujer de tu prójimo". Ése era uno.
Young recordó a la mujer del vecino, su prójimo más próximo. Era una tal señora Clay, una damisela bahamótica con cincuenta primaveras y una cara que parecía un budín disecado. Ése era un pecado que Young no tenía intención de cometer.
Pero tal vez un pecado rotundo y saludable haría volver al ángel raudamente en busca de la aureola. ¿Qué crímenes acarreaban los menores inconvenientes? Young arrugó el entrecejo.
No se le ocurrió nada. Decidió dar un paseo. Sin duda se le presentaría alguna oportunidad pecaminosa.
Se obligó a ponerse el chacó. Acababa de llegar al ascensor cuando una voz ronca bramó a sus espaldas. Un hombre gordo corría a lo largo del hall.
Instintivamente, Young supo que era el señor Devlin.
El adjetivo "gordo" le quedaba corto a Devlin. Realmente el hombre sobraba por todas partes. Los pies, estrangulados en zapatos amarillo bilioso, sobresalían en los tobillos como capullos en flor. Se fundían con pantorrillas que parecían cobrar ímpetu con la expansión y el ascenso, lanzándose hacia lo alto en un loco abandono para revelarse en una gloria plena y abrumadora en la cintura de Devlin. La silueta del hombre evocaba una piña con elefantiasis. Una gran masa de carne brotaba del cuello y formaba un bulto pálido y lánguido en el que Young distinguió algo vagamente parecido a una cara.
Así era Devlin, y trotaba a lo largo del hall con pasos de mamut, haciendo temblar la tierra con los cascos trepidantes.
—¡Usted es Young! —gorjeó—. ¿Casi no me encuentra, eh? Estuve esperándole en la oficina —Devlin se interrumpió al ver, fascinado, el sombrero. Luego, esforzándose por ser cortés, rió falsamente y desvió los ojos—. Bien, estoy listo y ansioso por entrar en acción.
Young se sintió dolorosamente empalado en las astas del toro antes de tomarlas. Si no entretenía a Devlin, perdería la vicepresidencia. Pero la aureola le pesaba como una plancha en la cabeza palpitante. Una idea primordial le acuciaba: Tenía que librarse de esa cosa bendita.
Después confiaría en la suerte y la diplomacia. Obviamente, salir ahora con su huésped sería fatal, una locura. El sombrero solo sería fatal.
—Lo siento —gruñó Young—. Tengo un compromiso importante. Vendré a buscarle en cuanto pueda.
Con una risa sibilante, Devlin tomó con firmeza el brazo del otro.
—De ninguna manera. ¡Me mostrará la ciudad! ¡Ahora mismo! —Un inconfundible tufo alcohólico inundó las narices de Young, quien pensó rápidamente.
—De acuerdo —dijo por fin—. Venga conmigo. Abajo hay un bar. Echaremos un trago, ¿eh?
—Así se habla —dijo el jovial Devlin, casi lisiando a Young con una palmada amistosa en la espalda—. Aquí está el ascensor.
Entraron. Young cerró los ojos. Sufría mientras miradas curiosas le examinaban el sombrero. Cayó en un estado de coma del que sólo se recuperó en la planta baja, donde Devlin le arrastró fuera del ascensor y dentro del bar.
El plan de Young era éste: Echaría un trago tras otro en el voluminoso gaznate de su compañero, y esperaría la oportunidad de escabullirse inadvertidamente. Era un plan astuto, pero tenía una falla: Devlin se negaba a beber solo.
—Uno para usted y uno para mí —decía—. Es lo justo. Sírvase otro.
Young no pudo rehusarse, dadas las circunstancias. Lo peor de todo era que el licor de Devlin parecía filtrarse en cada célula de ese corpachón, y al fin le dejaba en el mismo estado de felicidad radiante en que originalmente estaba. En cambio el pobre Young se encontraba, por expresarlo del modo más caritativo posible, achispado.
Sentado calladamente en la mesa, miraba con furia a Devlin. Cada vez que llegaba el mozo, Young sabía que los ojos del hombre no se apartaban del sombrero. Y cada ronda hacía más exasperante la idea.
Además, Young estaba preocupado por la aureola. Meditaba pecados: Incendio, hurto, sabotaje y asesinato desfilaron en rápida revista por la mente aturdida. Una vez intentó birlarle el cambio al mozo, pero el hombre estaba demasiado alerta. Rió agradablemente y puso un vaso lleno delante de Young, que miró el vaso con disgusto.
De pronto tomó una decisión. Se levantó y caminó a los tumbos hasta la puerta.
Devlin le alcanzó en la acera.
—¿Qué pasa? Tomemos otro…
—Tengo trabajo que hacer —dijo Young, articulando penosamente. Le arrebató el bastón a un transeúnte y gesticuló amenazadoramente hasta que la víctima dejó de protestar y echó a correr. Con el bastón empuñado, cavilaba sombríamente.
—Pero ¿para qué trabajar? —preguntó Devlin—. Muéstreme la ciudad.
—Tengo asuntos importantes que atender. —Young examinó a un niñito que se había detenido junto a la calzada, y le devolvía la mirada con interés. Se parecía notoriamente a la criatura impertinente del autobús.
—¿Importantes? —preguntó Devlin—. ¿Asuntos importantes, eh? ¿Cómo cuál?
—Como aporrear niños —dijo Young, y se abalanzó sobre el asombrado niño blandiendo el bastón; el chico soltó un alarido y huyó. Young le persiguió unos metros y luego se enredó en un poste de luz. El poste, descortés y tiránico, le cerró el paso. Young protestó y rezongó, pero fue inútil.
El niño había desaparecido hacía rato. Después de endilgarle un buen sermón al poco amable poste, Young se volvió.
—¿Qué trata de hacer, en nombre del cielo? —preguntó Devlin—. Ese policía nos está mirando. Vamos —tomó del brazo a Young y le condujo por la acera atestada.
—¿Que qué trato de hacer? —se burló Young—. Es obvio, ¿no? Quiero pecar.
—Eh… ¿Pecar?
—Pecar.
—¿Por qué?
Young se tocó el sombrero significativamente, pero Devlin interpretó el gesto de manera totalmente errónea.
—¿Está chiflado?
—Oh, cállese —bramó Young en un brusco arrebato de furia, y metió el bastón entre las piernas de un presidente de banco que pasaba y al que conocía de vista. El pobre hombre cayó pesadamente en el cemento, pero se levantó herido solamente en la dignidad.
—¿Qué demonios hace? —ladró.
Young había iniciado una extraña serie de gesticulaciones. Había corrido hacia el espejo de un escaparate y le hacía cosas increíbles al sombrero, tratando de levantarlo para echar un vistazo a la cabeza, al parecer, un espectáculo que por lo visto ocultaba celosamente a los ojos profanos. Al final maldijo en voz alta, se volvió, clavó una mirada de desprecio en el presidente de banco y echó a correr arrastrando al asombrado Devlin como un globo cautivo.
Young no cesaba de murmurar entre dientes:
—Tengo que pecar… Pecar de veras. Algo grande. Incendiar un orfanato. Matar a mi suegra. ¡Matar a cualquiera! —Se volvió hacia Devlin, que se encogió aterrado. Pero finalmente Young soltó un gruñido de insatisfacción—. No, demasiada grasa. No servirían una pistola ni un cuchillo. Tengo que destruir… ¡Mire! —dijo aferrando el brazo de Devlin—. Robar es un pecado, ¿no?
—Claro que sí —convino diplomáticamente Devlin—. Pero usted no irá…
—No —dijo Young, meneando la cabeza—. Aquí hay demasiada gente. No sirve de nada ir a la cárcel.
Siguió caminando. Devlin le siguió. Y Young cumplió su promesa de mostrarle la ciudad, aunque después ninguno de los dos pudiera recordar qué había sucedido exactamente. Devlin paró en una licorería por más provisión, y salió con botellas que le asomaban de las ropas aquí y allá.
Las horas se confundieron en una bruma alcohólica. La vida cobró un aire de neblinosa irrealidad para el desdichado Devlin. No tardó en caer en coma, y percibió vagamente los diversos acontecimientos que se acumularon aceleradamente durante la tarde y hasta muy tarde en la noche. Finalmente se despejó lo bastante para advertir que estaba con Young frente a un indio de madera que custodiaba tiesamente una cigarrería. Era tal vez el último indio de madera. Esa vieja reliquia de días pasados parecía mirar con turbios ojos de vidrio el manojo de cigarros de madera que sostenía en la mano extendida.
Young ya no llevaba sombrero. Y Devlin de pronto le notó una característica francamente peculiar.
—Tiene aureola —dijo en voz baja. Young se sobresaltó ligeramente.
—Sí —respondió—. Tengo aureola. Este indio… —se interrumpió.
Devlin observó la imagen, disgustado. Para su cerebro algo aturdido el indio de madera era aún más espantoso que la asombrosa aureola. Tiritó y se apresuró a eludir los ojos del indio.
—Robar es pecado —jadeó Young, y luego, con un grito exultante, se agachó para levantar al indio. El peso le derribó de inmediato, y mientras trataba de librarse del íncubo recitó un rosario de airados juramentos.
—Pesa mucho —dijo cuando por fin se levantó—. Déme una mano.
Hacía tiempo que Devlin había renunciado a toda esperanza de encontrar cordura en los actos de este demente. Young estaba obviamente decidido a pecar, y el hecho de que poseyera una aureola era algo perturbador, aun para el borracho Devlin. Como resultado, los dos hombres siguieron caminando calle abajo cargando con el cuerpo rígido de un indio de madera.
El propietario de la cigarrería salió a mirar. Loco de alegría seguía con los ojos la marcha de la estatua mientras se frotaba las manos.
—Hace diez años que quiero librarme de esa cosa —susurró feliz—. Y ahora… ¡Ajá!
Entró en la tienda y encendió un Corona para celebrar su emancipación. Entretanto, Young y Devlin encontraron una parada de taxis. Había un taxi; adentro, el chofer fumaba un cigarrillo y escuchaba la radio. Young le llamó.
—¿Taxi, señor? —El chofer despertó a la vida, brincó fuera del coche y abrió la puerta de un manotazo. Después el cuerpo arqueado se le paralizó, y los ojos se le revolvieron frenéticamente en las órbitas.
Nunca había creído en fantasmas. Era en realidad un personaje bastante cínico. Pero ante ese demonio bulboso y ese ángel decadente que cargaba el cadáver rígido de un indio, tuvo de golpe la enceguecedora revelación de que más allá de la vida yace un abismo negro donde bullen horrores inimaginables. Con un gemido estridente, el aterrado chofer se metió en el coche de un salto, lo hizo arrancar y desapareció como el humo ante la tormenta.
Young y Devlin se miraron consternados.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Devlin.
—Bueno —dijo Young—. No vivo lejos de aquí. A unas diez calles. ¡En marcha!
Era muy tarde y había pocos peatones en la calle. Estos pocos, por el bien de su cordura, se apresuraban a ignorar a los dos hombres y tomar por otro camino. Así fue que eventualmente Young, Devlin y el indio de madera llegaron a destino.
La puerta de la casa de Young estaba cerrada con llave, y él no podía encontrar la suya. Se resistía a despertar a Jill. Pero, por alguna extraña razón, le parecía vitalmente necesario ocultar al indio de madera. El sótano era el lugar indicado. Arrastró a sus dos compañeros hasta una ventana que daba abajo, la destrozó lo más silenciosamente que pudo, y deslizó la estatua por el agujero.
—¿De veras vive aquí? —preguntó Devlin, que tenía sus dudas.
—¡Sshh! —advirtió Young—. ¡Venga!
Siguió al indio de madera. Y aterrizó estruendosamente en una pila de carbón. Devlin le dio alcance entre bufidos y gruñidos. No estaba oscuro. La aureola iluminaba tanto como una lámpara de veinticinco vatios.
Young dejó a Devlin masajeándose las magulladuras y se puso a buscar al indio de madera. Había desaparecido inexplicablemente. Pero al fin lo encontró tendido bajo una bañera, lo sacó a la rastra y lo instaló en un rincón. Luego retrocedió para mirarlo, contoneándose un poco.
—Ése sí es un pecado —rió—. El robo. Lo que importa no es la cantidad. Es una cuestión de principios. Un indio de madera es tan importante como un millón de dólares, ¿eh, Devlin?
—Me gustaría hacer trizas a ese indio —dijo fervorosamente Devlin—. Me lo hizo cargar durante cinco kilómetros —se interrumpió para escuchar mejor—. ¿Qué es eso, en nombre del cielo?
Un pequeño tumulto se acercaba. Roña, que a menudo había sido instruido sobre sus deberes de perro guardián, contaba ahora con una oportunidad. Había ruidos en el sótano. Rateros, sin duda. El impulsivo terrier se lanzó escaleras abajo en una babel de temibles amenazas y juramentos. Declarando a voz en cuello su propósito de eviscerar a los intrusos, se arrojó sobre Young, quien se apresuró a emitir cloqueos destinados a calmar la furia desatada del perro.
Pero Roña tenía otras ideas. Giraba como un derviche, sediento de sangre. Young se tambaleó, trató de aferrarse del aire y cayó tumbado en el suelo. Quedó de bruces, y Roña, al ver la aureola, se le tiró encima y pisoteó la cabeza del amo.
El desdichado Young sintió que los fantasmas de generosas raciones de alcohol se elevaban para confrontarlo. Le tiró un manotazo al perro, erró y en cambio aferró los pies del indio de madera. La imagen osciló peligrosamente. Roña la miró con aprensión y huyó a lo largo del cuerpo del amo, deteniéndose a mitad de camino al recordar su deber. Masculló una maldición e hincó los dientes en la parte de Young que tenía más cerca, forcejeando para arrancarle los pantalones al pobre hombre.
Entretanto, Young seguía de bruces, asiendo los pies del indio de madera con desesperación.
Un trueno estalló clamorosamente. Una luz blanca inundó el sótano. Apareció el ángel.
A Devlin se le aflojaron las piernas. Cayó sentado, hecho un bollo, cerró los ojos y se puso a parlotear tranquilamente consigo mismo. Roña insultó al intruso, trató en vano de dar una dentellada a una de las alas y retrocedió arrepentido, gruñendo de disgusto. El ala tenía una insatisfactoria falta de sustancialidad.
El ángel se detuvo ante Young. Llamas doradas le centelleaban en los ojos, y una benigna expresión de placer le enaltecía las nobles facciones.
—Esto —dijo serenamente— será tomado como símbolo de tu primera buena acción exitosa desde que recibiste la aureola —un ala rozó la cara oscura y ceñuda del indio. De pronto no hubo indio—. Has aligerado el corazón de un prójimo. No es mucho… sin duda, pero es algo. Y a costa de muchísimos afanes de tu parte.
»Un día entero has luchado con este individuo para redimirlo. No has sido recompensado por el éxito, aún. Pero los dolores de mañana te afligirán.
»Sigue adelante, K. Young, que tu aureola es recompensa y a la vez protección contra todo pecado.
El ángel más joven desapareció sin ruidos —algo que Young agradeció pues empezaba a dolerle la cabeza, y había temido la posibilidad de una retirada estruendosa—. Roña rió fastidiosamente y reanudó sus ataques contra la aureola. Young encontró necesario el desagradable acto de permanecer de pie. Aunque las paredes y tubos giraban a su alrededor como todas las huestes celestiales, Roña no podía bailarle en la cara su danza derviche.
Poco después despertó, sobrio y lamentando esa sobriedad. Yacía entre sábanas frescas. Al observar cómo el sol de la mañana atravesaba las ventanas, sentía que el cerebro se le astillaba en añicos. Su estómago hacía espasmódicos intentos para brincar y abrirse paso por la garganta inflamada.
Con el despertar advirtió tres cosas: "Los dolores de mañana" ciertamente le afligían; la aureola todavía se reflejaba en el espejo de la cómoda; y ahora comprendía las palabras de despedida del ángel.
Lanzó un furioso gruñido triple. El dolor de cabeza pasaría, pero la aureola no. Sólo el pecado podía hacerle indigno de ella, pero esa reluciente protección lo distinguía de otros hombres. Todos sus actos debían ser buenos. Sus obras, una ayuda para los hombres. ¡No podía pecar!